jueves, diciembre 13, 2012
Ni es cielo ni es açul...
“NI ES CIELO NI ES AÇUL…”. TEATRALIDAD Y MAGIA EN LOS SUCESOS Y PRODIGIOS DE JUAN PÉREZ DE MONTALBÁN
Publicado en Novela corta y teatro en el Barroco español (ed. de Rafael Bonilla Cerezo, José Ramón Trujillo y Begoña Rodríguez). Madrid, Sial Ediciones, 2012, pp. 139-153.
Para Julián Oslé: teatral, temerario y libre
¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas,
las Filidas, y otras de que los libros, los romances, las tiendas
las Filidas, y otras de que los libros, los romances, las tiendas
de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos,
fueron verdaderamente damas de carne y hueso,
y de aquellos que las celebran y las celebraron?
(Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 47)
El verso que encabeza el título de este trabajo expresa, a mi parecer, las claves de esa teatralidad y de esa magia que contienen las novelas de Juan Pérez de Montalbán y a las que procuraré explicar en las próximas líneas. En tal sentido, el propio soneto de Argensola , su significado global, advierte no tanto de la desconfianza del artista barroco ante la apariencia engañosa de la realidad, cuanto de su confianza –o mejor sería decir su creencia- de que la belleza, para hacerse, ha de pasar necesariamente por el artificio.
El mundo novelesco de Montalbán participa de pleno de este principio, probablemente el único en el que el género de la novela corta –nacida huérfana de reglas- descansó, al menos hasta el momento en que su propia orfandad preceptiva la llevó hacia la voluntad obsesiva de ejemplaridad y el ensayismo, disolviéndola definitivamente. Como tantos novelistas de la época, Pérez de Montalbán se nos muestra perdido al percibir los límites de la realidad, confuso y abrumado por “máquinas y trazas contrarias unas de otras” ; como tantos, entendiendo que la literatura (el arte) es esencialmente invención, construye un espacio-tiempo que, más que idealizado, se muestra como anhelado, tanto por el autor como por sus lectores; como en tantos casos, ese espacio-tiempo está siempre amenazado por la cuarta pared, de menos consistencia que la ficción, por la que se cuela, hiriente, la realidad desengañada.
La ausencia de una preceptiva explícita (Rodríguez Cuadros, 1986: 22-23) permitió a los autores moverse en terrenos fronterizos, perderse en el mapa de los géneros, y también les dio pie a -por lo menos- intentar satisfacer a dos lectores tan diferentes como el público oidor ávido de novelas (de “novedades”) y los ideólogos, teóricos y moralistas empeñados en la utilidad de la ficción. En buena medida, los novelistas del XVII, inventaron la mentira, levantaron acta de que la mentira es el ingrediente esencial del arte. Nada más que por eso es injusto llamarlos post-cervantinos: no se amedrentaron ni ante la fuerza moral ni ante la imposición de la realidad del autor del Quijote; no respetaron a Cervantes y fueron, a la hora de escribir, libres, transgresores y temerarios, con las consecuencias nefastas que eso puede tener en la vida y en la literatura.
Temerario y libre (y a la vez prudente y hasta sibilino, creo) fue Lope de Vega, quien en sus Novelas a Marcia Leonarda (1624) hila la preceptiva inexistente que la novela barroca hasta entonces no tenía (Ruiz Fernández, 1998; Bonilla, 2007). Esa “oficina de todo cuanto se viniere a la pluma” que Lope nombra al inicio del juguete que regala a Marta de Nevares es la clave de la impostura creativa del género, de su triunfo popular, también de la controvertida visión genérica que de tanta novela igual y diferente se puede tener.
En similar medida, Lope es también responsable de las ágiles conexiones intergenéricas entre comedia y novela (“Demás que yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte” llega a sentenciar en las Novelas a Marcia Leonarda); su Arte nuevo (1609) viene a dotar de un programa al oficio del comediógrafo y –como bien han explicado César Oliva y Antoni Tordera (2010)- viene, sobre todo, a “modificar la peyorativa acepción socio-cultural del concepto de vulgo, común en la época, para adquirir un sentido pragmático que lo identifica con la nueva noción de público espectador”.
Novelistas y comediógrafos escriben, pues, para un público espectador que requiere, por una parte, OÍR, quedar seducido ante la musicalidad de la palabra (la magia del octosílabo en la comedia, la bondad del contar en la novela) y, por otra, VER, para así aceptar como verosímil la representación (de comedia o de novela) a través de la visualización. Por tanto, por encima del aprovechamiento de argumentos comediescos para la novela (que evidentemente existió), las conexiones entre una y otra descansan en los propios recursos y herramientas que la escritura pone en marcha para alcanzar la eficacia comunicativa. Quisiera que éste fuera el punto de partida fundamental para entender los procesos de teatralización que subyacen en los sucesos y prodigios de Pérez de Montalbán, de quien es necesario, en este punto, trazar siquiera brevemente su perfil de escritor.
Pese a su voluntad obsesiva de emular a su maestro Lope de Vega (o quizás precisamente por ello), Juan Pérez de Montalbán no fue un escritor reflexivo, ni sereno, ni calculador, sino más bien una fuerza sentimental, ésa que los dioses asignan a quien ha de tener una vida breve (Ruiz Fernández, 1995: 14-39). Sus éxitos crecieron al socaire de su propia producción, pero sobre todo bajo la tutela de Lope de Vega (retacillo de Lope se le llegó a mal llamar en su época) y de su padre, el librero Alonso Pérez, quien le proporcionó las vías más adecuadas para el éxito editorial, pero también lo colocó en el centro de agrias polémicas literarias y de conflictos a los que un escritor romántico y atormentado como su hijo no tuvo fuerzas para enfrentar. Lo cierto es que Montalbán (y son circunstancias que me parecen claves para comprender el perfil teatral de sus novelas) soportó a lo largo de su vida y de su creación artística (que vienen a ser una misma cosa) continuas tensiones entre fuerzas contrarias, y entre las exigencias de los otros y sus propios deseos, gustos e inclinaciones.
La polémica, por ejemplo, que desató Quevedo con su Perinola –el libelo escrito a raíz de la publicación del Para todos (1632)- llega a colocar a Montalbán en el epicentro de la controversia entre claros y oscuros, entre los dictados de su venerado maestro Lope de Vega y su propia seducción por el gongorismo, que aflora a cada momento en sus novelas (Bonilla Cerezo, 2010: 64-76). Por otra parte, muchas de las novelas suelen actualizar una antinomia radical (Pabst, 1972) entre la teoría y la práctica: enfrentan absolutamente unos prólogos, dedicatorias y digresiones de corte moralista y programático con unas ficciones que abundan en el lado irracional de lo humano, en el azar, en vidas turbulentas y atormentadas y en destinos irremisiblemente trágicos.
Por último, hay que tener muy en cuenta la bipolaridad manifestada por el autor entre su voluntad, como comediógrafo, de ser aceptado por el gran público, y su necesidad de intimidad. El Montalbán novelista fue, en tal sentido, el menos público, el que se retiraba de vez en cuando de tertulias y cenáculos para sumergirse en los conflictos de sus personajes. La seducción de la novela se imponía al autor de comedias desde el momento en que éste pretendía profundizar algo más sobre determinados comportamientos humanos; análisis delicados a veces que, en una comedia, no habrían conseguido la sanción favorable de un público ávido de simple entretenimiento y risa (Baquero Goyanes, 1983). Situaciones trágicas o lúgubres como muchas de las que aparecen en las novelas más románticas de Montalbán no hubieran sido las más propicias para un escenario bullicioso: son situaciones dirigidas más al corazón de un lector solitario –o a un grupo reducido de oidores- que al público simple del corral, embobado por la seducción sonora del verso comediesco (Rozas, 1976: 123).
Adelantemos que precisamente este perfil romántico e intimista que resulta indudable en Montalbán ha acabado siendo el responsable de las críticas más despiadadas hacia sus novelas, juzgadas por ello como carentes de rigor histórico y de “valores morales”. Emblemática resulta al respecto la opinión de González de Amezúa (1951: 268-269):
Los sucesos con que teje la tela de sus novelas van tan justos y ceñidos que no dejan un resquicio para que por allí se escape una pasajera reflexión, un pensamiento correctivo; muévense sus personajes como impelidos por un desapoderado vértigo pasional, ora amoroso, ora fatídico, porque en ellos juega a menudo el hado su papel siniestro y fatal, con olvido y desdén de todo cristiano albedrío (…) Románticas, ciertamente, son sus novelas, por el desprecio de toda preceptiva, por el desorden de los afectos, por el predominio de la imaginación, por la ausencia de ajeno influjo.
Un Amezúa que adquiere una riqueza de vocabulario ilimitada al juzgar ciertas novelas, caso de La mayor confusión (1951: XVIII-XIX):
Juzgada objetivamente y sin exageración crítica, puede decirse que es una de las obras más monstruosas y hediondas de la literatura castellana. A no conocer la limpia vida de Montalbán, la pureza de sus costumbres y sus hábitos clericales, cabría sospechar que esta repugnante novela se había escrito por un plumífero libidinoso y degenerado, carente de todo sentimiento moral, de encanallados gustos y corrompido entendimiento, sin respeto a la figura más sagrada y entrañable en la vida, que es la de la madre, ante quien se han detenido, antes de mancharla, las plumas más soeces y viles.
Teniendo en cuenta, pues, por una parte, la voluntad general de los novelistas barrocos de obtener la eficacia narrativa mediante el VER y el OÍR y, por otra, la tendencia particular de Montalbán de aplicar a sus sujetos imaginarios los estados emocionales más extremos, expondré la cuestión de los procesos teatralizantes de sucesos y prodigios en dos niveles: el sistema narrativo y los personajes.
Contar para oír: los relatos insertos
Montalbán está mucho más atento a la funcionalidad social de las novelas que a sus cualidades textuales. Es una conclusión evidente a partir de los escritos teóricos y para-literarios (prólogos, dedicatorias y, de manera especial, comentarios de los contertulios que cierran las novelas del Para todos). Tanto es así que, en la práctica novelesca, explota al máximo lo que de eficacia narrativa puedan aportar tres recursos esenciales: el marco narrativo boccacciano, el diálogo renacentista y la práctica social de la tertulia o reunión académica.
La adscripción de este corpus novelesco a funciones sociales y socializadoras está más o menos latente en la colección de 1624, pero del todo explícito en la miscelánea de 1632. El autor estima que sus relatos no están destinados tanto a una lectura privada como, sobre todo, a una lectura pública, en la que tan importantes resultan las cualidades del texto como las dotes del relator. Desde este punto de vista, la novela actualiza constantemente la vieja costumbre de contar defendida por Timoneda en su colección de patrañas, pero la limita a un ámbito aristocrático, en el que la lectura en voz alta constituye un medio cortesano de socialización:
No puede encarecerse el gusto que tuvieron cuantos asistieron a esta fiesta con la ejemplar, gustosa y entretenida novela que había referido Celio, dándole el lauro en la disposición de las materias humanas y divinas, con que puso fin al precepto deste día y se dio principio a la cena .
De este modo, lo que de exemplum tenga la novela está siempre supeditado a la práctica dialógica, es decir, a la re-presentación ética y estética pseudo-teatral y, en último término, adscrito a la eficacia de la recepción de oidores.
En tal proceso, la construcción del marco narrativo se hace imprescindible. Instaurar el marco bocacciano se traduce en estas novelas en construir la escenografía, el espacio-tiempo de la ficción que se llenará de palabras. Palabras de actores-personajes que, a través de sus parlamentos, dan la dimensión esencialmente teatral de los relatos.
Evidentemente, las acotaciones que en el teatro están encargadas de instaurar la escenografía son suplantadas aquí por otros segmentos novelescos, a saber:
a) Secuencia cero. Envuelve moral, psicológica y escenográficamente el relato. Se trata de segmentos catalíticos (no diegéticos) ajenos a lo puramente narrativo, que tienen una función ética y estética (Rodríguez Cuadros, 1979: 94-96). Enmarcan el espacio-tiempo e ingresan moralmente con respecto a las acciones y los personajes. Cumplen la función del iudicem atentum parare retórico y se relacionan, en tal sentido, con los preliminares ritualizados de la narración popular de cordel o de ciego. Son un trasunto de marco (no) narrativo con un repertorio limitado de opciones de funcionalidad: descripción tópica del locus amoenus; desarrollo del urbis encomiun; notaciones costumbristas; e ingresión moral y caracterización somera del personaje.
b) Secuencia-marco. Permite la inserción de relatos autobiográficos y de diálogos. Instaura un ámbito estable (escenario) en el que los personajes intercambian razones (Costa Palacios, 1984: 90). Por su construcción y funcionalidad, da la clave al lector-oidor de cómo se debe llevar a cabo la “interpretación” de la novela. En tal sentido, la secuencia-marco es una de las zonas de la novela con mayor intensidad de proyección y difusión social, y ello por dos razones: porque su carácter de acotación permite que el lector-relator imite la gestualidad (kinésica) del personaje; y porque puede establecer un modelo social arquetípico con el que lector y oidores se sientan identificados, tanto social como ocasionalmente.
Veamos algunos ejemplos de secuencia-marco en los que se cumplimentan estas funciones.
Tales segmentos pueden detener el discurrir temporal e instaurar un escenario estable:
Y estando una tarde con él a solas, y advirtiendo en algunos suspiros que arrojaba del pecho cuando le parecía que ella no le miraba, le rogó encarecidamente la comunicase parte de sus tristezas, si acaso eran de amor, y refiriese la causa de su destierro, que sin duda era grande, pues le tenía con tan poco gusto .
Y también pueden clausurar la interpretación del personaje e insinuar así las consecuencias emocionales y morales que tal intervención ha tenido sobre los oidores:
Con miedo y suspensión oyó la hermosa Rosaura la triste historia de Felisardo, y le dijo que en Valencia podía estar muy seguro, y más con el amparo de don Fadrique…
Admiró de manera el discretísimo auditorio la docta oración de Cloridano, que cuando no tuviera las partes que hemos dicho para ser querido, sólo la del entendimiento bastaba para hacerle amado de cuantos le tratasen .
Sea cual sea su función específica, la secuencia-marco está al servicio de la necesidad barroca de teatralizar el pensamiento. Proyecta, ante todo, la práctica habitual del diálogo, de la reunión cortesana o académica, del contar en voz alta, de esa “novelística improvisada” (Frenk Alatorre, 1982) en la que cifran el éxito de la comunicación Cipión y Berganza.
CIPIÓN.- Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año, y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
Los marcos narrativos que Montalbán mixtifica tienen, por encima de cualquier otra intención, la de hacer que sus personajes no sean meras presencias mencionadas, sino que se conviertan en actores, que tomen la palabra, y que sea su palabra la que pueble el imaginario del receptor. El personaje que habla “apunta hacia los límites del paisaje a la vista y, gracias a una serie de adjetivos demostrativos, llena con palabras un escenario que hasta entonces estaba vacío de objetos” (Giuliani, 1992: XXVIII).
Los sucesivos marcos narrativos establecidos en el interior de la novela sirven, pues, de envoltura a segmentos del todo teatrales. En ellos, el personaje toma la palabra, y el oidor-receptor –con todos los elementos necesarios para visualizarlo- presencia en directo su interpretación. Las posibilidades básicas de tal opción novelesca son:
a) Relatos curriculares.
b) Soliloquios (alternativos del relato curricular).
c) Otras interpretaciones enmarcadas: discursos y franjas líricas.
En los relatos curriculares, el narrador-personaje desarrolla el discurso de su vida: expone su identidad, sus méritos, sus fortunas y desgracias. Son procesos retrospectivos. Lo normal es que se ejecuten ante uno o varios personajes-oidores y que restablezcan los antecedentes de un relato que ha comenzado in medias res o in extrema res:
Yo, caballero, soy la condesa Rosaura, bien conocida en este reino por mi estado y nobleza; caseme de pocos años con un hombre que los suyos pasaban de cincuenta y ocho, que los casamientos que se hacen más por razón de estado que por gusto suelen tener semejantes desigualdades. Y como a la mucha edad de mi esposo le convenía más el sepulcro que el tálamo, murió dentro de pocos días, y yo quedé sola y triste, porque aunque su compañía no lo era, bastó para llorarle haber tenido nombre de mío…
El personaje-actor del soliloquio evoca siempre un pasado trágico. Se presenta en primer plano, sin intermediarios ni oidores internos, provocando en el lector la ilusión de inmediatez (showing). El discurso del soliloquio se basa en modos retóricos y sermonarios, dirigidos a provocar la compasión. Las posibilidades de re-presentación de la escena exigen, claro está, una información adicional referida a la actio (kinésica), que se desarrolla a modo de acotación teatral. Así en los inicios de La prodigiosa:
Bajaba de la cumbre de un monte, que en la región de Armenia se llama Caúcaso, un salvaje en el parecer, aunque no en el alma, vestido de varias pieles de animales, los miembros morenos y robustos, la cara tostada y el cabello crecido. Traía colgado al hombro un carcaj o aljaba de saetas, en el lado izquierdo un cuchillo de monte y en las manos un árbol entero que, desnudo de ramas y hojas, le servía de arrimo para su cansancio y defensa para su persona. Y sentándose sobre una alfombra de olorosas, aunque groseras flores, sacó del pecho un hermoso retrato que en un obscuro lienzo estaba tan vivo que parecía tener más alma de la que había heredado de los pinceles; y, mirándole con atención, como si tuviera presente el original, decía lastimado y enternecido: - Ay, querida y ausente Policena, años ha que gocé tus divinos ojos en otro estado, ¿pero qué confianzas no quebrantan la envidia y la fortuna, y más si se juntan entrambas para perseguir a un hombre?...
Los discursos y franjas líricas son convocados en la novela al calor del consejo lopesco acerca de que ésta debería ser “una oficina de todo cuanto se viniere a la pluma”. Técnicamente favorece su inserción la exigencia de los lectores de una novela-miscelánea, y el afán del autor por dar a conocer piezas sin fácil salida editorial.
En lo que a funcionalidad teatral respecta, la franja lírica paraliza (neutraliza) la acción propiamente novelesca, como si del canto de Orfeo se tratase; condensa lo narrado, sublima la exaltación sentimental, ofrece inmediatez del personaje ante el lector. Por su parte, los discursos intercalados evidencian la multiplicidad de registros a los que puede dar cabida la novela barroca. Se incorporan mediante la construcción de una secuencia-marco ad hoc y se desarrollan en una poética basada en recursos orales retóricos y académicos, acorde con el sistema elocutivo general de la miscelánea, en este caso del Para todos.
En El palacio encantado la secuencia-marco instaura un círculo de discretas oidoras –Fénix y sus damas- y se vuelca en perfilar no tanto la psicología del protagonista como su gesto y su presencia física. Esta zona de la novela supone una radical elección del mostrar (showing) frente al contar (telling):
Obedeció el príncipe con mucho gusto, teniendo a lisonja la penitencia pues era tal, que cuando Fénix no le diera él mismo la solicitara para tener más ocasión de agradar sus ojos. Y así, abriendo la primera hoja, leyó que le había caído en suerte el formar un perfecto príncipe con las condiciones necesarias a su dignidad. Y retirándose al punto a su aposento, estudió y escribió aquella noche la siguiente oración, que a la mañana, en presencia de Fénix y de todas sus amigas y damas, ocupando ellas un estrado y él una silla, refirió de esta manera… - El discurso que ayer me ocupó -¡oh, bellísima princesa y discretas damas!- pedía sin duda más tiempo, mayor espíritu y más delgada pluma… Diré a mi parecer, en breves razones, qué costumbres y qué cualidades debe tener aquel que, ya por herencia o ya por valor propio, nace con obligaciones de gobernar y defender a sus vasallos…”
Ver para creer: los personajes
Sirva este fragmento que acabo de reproducir de la Oración del perfecto príncipe para empezar a adentrarnos en la configuración teatral de los personajes..
Retomemos, para ello, algunos elementos que hemos ido destacando, y que aluden directamente a los procesos de teatralización del personaje:
a) Romanticismo. Lope, Tirso, Quintana o Frutos de León Tapia percibieron una cualidad esencial en el Montalbán novelista: la facilidad para persuadir al lector. Resaltaban, en definitiva, el cumplimiento de una función obligada en la novela barroca, el mouere: “poner en marcha la voluntad apelando a los resortes que la disparan, los cuales no son de pura condición intelectual” (Maravall, 1986: 174).
b) Visualización (showing). La percepción inmediata de la escena que el lector obtiene se basa en la técnica de la evidentia, “el intento verbal que procura dar a las acciones corporeidad captable por los sentidos” (Rodríguez Cuadros, 1986: 67). Al respecto, Pfandl (1952: 367-368) destacaba en esta novelística que la acción o el discurso del personaje se desarrolla con tal minuciosidad de datos “que nos parece verle verdaderamente”.
c) Fundamentación oral de la novela barroca (en su genealogía y en su uso social), lo que hace que tanto comedia como novela persigan una misma voluntad: que el personaje sea tan visto como oído.
d) Funcionalidad social: consenso autor-lector. Laspéras (1987: 301-308) ha demostrado con abundantes ejemplos que la cualificación de los protagonistas de la novela corta obedece, en general, a la actualización recurrente de una serie de atributos que componen un “patrón aristocrático” (belleza, nobleza, riqueza y virtud), consolidado por la teoría poética y compartido por autor y lectores. Aquél y éstos, por tanto, participan del mismo sistema referencial y mantienen un acuerdo sobre determinados presupuestos éticos y estéticos. Del personaje, pues, no es necesario decir “todo”, puesto que hay una serie de “sobreentendidos” que se ajustan al patrón consensuado y que hacen impensable concebir al personaje como la unidad de psicología matizada que llega a ser en la novela moderna.
Desde estos presupuestos, los personajes de Montalbán se dejan conocer en virtud de una psicología exteriorizada, puramente teatral. Quizás más que en ningún otro aspecto, es en el del personaje donde la novela barroca explota más los recursos teatrales, por lo menos así sucede en este corpus novelístico.
Al respecto, hay que subrayar que el repertorio de signos referidos a la dimensión no verbal del personaje es tan importante en estas novelas como los atributos directamente denotados. El personaje ES no sólo por las determinaciones que sobre él aportan el narrador u otros personajes, sino también por su entonación, su ritmo discursivo, sus reacciones anímicas y su gestualidad.
En definitiva, en lo que a su dimensión teatral se refiere, la construcción del personaje se ejecuta a través de lo siguientes pasos:
a) Retrato esquemático en los inicios del relato de acuerdo con el patrón seleccionado. Una somera cualificación apriorística informa de lo esencial del personaje, asimilándose así el procedimiento a la configuración metonímica del personaje comediesco (Rodríguez Cuadros y Tordera, 1988).
b) Recurrencia de los rasgos enunciados a lo largo del relato, consiguiendo así el efecto de trompe l´oeil, la sensación de “espesura”, de “corporeidad” a la que se refiere Laspéras (1984).
Tanto en los momentos iniciales como a lo largo de la narración, el sistema indicial que contribuye a la teatralidad del personaje se actualiza mediante los siguientes elementos:
a) Visualización inicial. Segmentos descriptivos que actúan a manera de acotaciones y, por ende, anteponen la opción de artificio frente a la de naturaleza, abundando así en el ingrediente exhibicionista. Pueden concentrarse aquí recursos tópicamente conceptistas –descripciones femeninas, por ejemplo, en la línea de Petrarca o Garcilaso- y, desde luego, dan ocasión a ciertos alardes gongorinos.
Llegó a la calle Teodoro, galán y airoso, calzones y jubón de tabí leonado, capa de paño, sombrero de color, ligas con oro, coleto de ante, un broquel en la cinta, y un estoque en la mano .
… Aurora, cuyos ojos eran una esfera de rayos, la frente un campo de azucenas, el cabello un tesoro de Arabia, las mejillas un ramillete de claveles, la boca un pequeño centro de perlas, la garganta un nudo de alabastro, los pechos dos pellas de nieve y las manos dos almas de marfil inquieto; el vestido era de tabí verde y oro, de manera que parecía diamante en caja de esmeralda, la ropa azul con alamares negros y, finalmente, toda ella un ángel, la gallardía mucha y los años pocos.
(…)
Quedose Ricardo –y con razón- suspenso de ver la más perfecta hermosura que se debía al pincel de la naturaleza y, dejando la luz que traía sobre un bufete de plata, se puso a contemplar aquella muerta belleza y aquel vivo retrato de todo el cielo: tenía el cabello suelto sobre los hombros, sin más prisión que una colonia verde, la mano derecha en la mejilla y la izquierda sobre la cama .
b) Diálogos y soliloquios. La desaparición del narrador procura el recurso extremo a la evidentia, produciéndose un “ensimismamiento retórico del personaje, mediante el que se sucumbe a la renuncia a la acción” (Rodríguez Cuadros, 1979: 146-147). Tal situación textual actúa en pos de un extremado efectismo sentimental; se trata de segmentos retóricos muchas veces estigmatizados por la ampulosidad y el énfasis, herederos de los modos expresivos de la novela idealista del siglo XVI (Azúar Carmen, 1987: 63-64)
¡Ay, ingrato! –decía, bañándose en su mismo aljófar- ¿éste es el amor con que me esperabas. Muy bien has pagado mi voluntad, pues sabe Dios que no te lo he merecido, pero sin duda es venganza del cielo, que quien dejó de ser esposa suya por estimarte bien merece cualquier castigo. Nunca pensé, traidor, que en los hombres principales había bajezas, pero engañeme…
“Muriera yo, muriera, digo, pues gustáis de ver mi sangre derramada; mas ya que muriera fuera con la pompa debida a mi calidad, pues bien sabéis que solamente los emperadores y las vírgenes deben enterrarse dentro de la ciudad, y no en los campos. ¿Qué pirámides o qué columnas son las que se han de poner en mi sepulcro, como los antiguos hacían en los funerales de las personas ilustres? ¿Qué hogueras son las que me aguardan para que me convierta en ceniza, como observaron los romanos siendo Lucio Sila el primer inventor de esta ceremonia? ¿Qué pontífice ha de asistir a mis exequias…?
c) Paralingüística y kinésica. Se pone aquí de manifiesto la extrema capacidad emotiva, exhibicionista y teatral del personaje, que se adueña de la técnica del actor y se inviste por medio de un repertorio gestual fuertemente codificado. La mecanización retórico-gestual domina el proceso amoroso. En sus diferentes usos, se revela un principio que la crítica ha reconocido unánimemente en Montalbán: su inclinación por mostrar sin recato y muy matizadamente los afectos de los personajes, sus conflictos más ocultos o sus reacciones más sutiles, sacrificando incluso el comedimiento moral al que se debía el novelista.
Puso fin al papel don Félix con mil suspiros y, llevándole al fuego porque solamente su pecho entendiese aquella desdicha, se arrojó en la cama haciendo tales extremos que todos le tenían justa lástima (…). Mas presumiendo que podía enojarse el cielo si la miraba con ojos de esposo y con caricias de enamorado, huía de ella como si no la amara y se iba al campo a dar voces y quejas contra la crueldad de su madre (…). Andaba todo el día como embelesado, ofendido de tristes imaginaciones, sin hallar camino por donde pudiese vivir con sosiego .
Una magia herida por la realidad: la cuarta pared
Junto a este extremo mostrar de los afectos, a Montalbán se le ha reconocido siempre una inclinación casi enfermiza por escenarios tenebrosos, artificiosos, hechizados o lúgubres. Tendencia que algunos han achacado a la naturaleza sentimental del escritor, otros al “naturalismo barroco” y otros, obviando el anacronismo, a un claro romanticismo. En cualquier caso, se ha convertido en lugar común situar al discípulo de Lope en las filas de los novelistas románticos que, como Céspedes o Zayas, manifiestan una inclinación peculiar hacia lo sobrenatural, el tremendismo y, en general, a mostrar el lado irracional de sus personajes.
A mi entender, el escritor –que acabó sus días sumido en una demencia profunda- se vio siempre como la figura del cuadro que Lope de Vega le asignó en su testamento, y del cual da detalle en la Fama póstuma:
Y a mí, por su Alumno y Servidor, un cuadro en que estaba retratado cuando era mozo, sentado en una silla, y escribiendo sobre una mesa que cercaban perros, monstruos, trasgos, monos y otros animales, que los unos le hacía gestos, y los otros le ladraban, y él escribía sin hacer caso de ellos
La escena visualiza, efectivamente, a un Montalbán entregado en cuerpo y alma a la creación artística, y a una realidad hostil, agresiva y amenazante cuyas heridas siempre temió. En paralelo, sus novelas suelen construir un mundo anhelado –en escenarios y personajes- y continuamente amenazado por una realidad que lo agrieta. Ésta –esa cuarta pared- es la última dimensión teatral de la novelística de Montalbán de la que quisiera al menos hacer mención.
La construcción de una escenografía radicalmente ajena a referencias sociales o históricas tiene varias opciones:
a) Construcción de una maquinaria teatral asimilable a una tramoya escénica (El palacio encantado)
b) Escenarios remotos, exóticos (La Prodigiosa)
c) Episodios de brujería y hechicería (La desgraciada amistad)
d) Escenas macabras o lúgubres (El piadoso bandolero)
En todos lo casos, la construcción escenográfica está dominada por la voluntad de admiratio ante sus lectores, esto es, por el intento de presentar lo extraño, extravagante, excepcional o prodigioso, aquello que causa “espanto” y congoja, bajo lo cual no está ausente un importante sustrato de moralización, .por lo que casi indefectiblemente habría que explicar estas escenografías como tramoyas al servicio de la ejemplaridad. Veamos un caso.
Casi al final de la novela de El piadoso bandolero, su protagonista, Vicente Fox, coincide azarosamente con un ermitaño que le cuenta su vida (un relato curricular breve que desarrolla un caso de escepticismo): tras sucesivos desengaños y tragedias, el ermitaño ha optado por la soledad del bosque, que comparte con la calavera de la que fue su esposa. El tono tremendista de la escena, que Vicente Fox contempla “espantado”, se intensifica más si cabe con la transcripción de los versos que acompañan al cráneo, y que invitan al caminante a reflexionar sobre la fugacidad del tiempo y el poder destructor de la muerte:
Atiende, ¡oh, caminante!
si buscas desengaños a los ojos,
a este pedazo de marfil sin alma
ya ruina de la tierra, ya despojos,
de la que Dios no perdonó, arrogantes.
Ten, como yo, delante,
en vez de lienzo o tabla,
esta triste, esta trágica escultura,
esta descuadernada compostura.
Y entre cóncavos secos,
mira llenos de horror aquellos huecos
que otro tiempo brillaron
y dos soles por huéspedes gozaron…
En mayor o menor medida, tales escenarios están directamente vinculados a las intenciones primordiales del novelista y al perfil de su público. La vocación esencial de difusión en Montalbán se vuelca en un público muy determinado: se trata de un círculo social con pretensiones aristocráticas, que entiende el ocio como signo de distinción y materializa en la novela su anhelo de elitismo. Ante tales oidores, el talante primordial del novelista se traduce en ofrecer sucesos (hechos verdaderos) y prodigios (hechos admirables) que respectivamente revelan las intenciones básicamente teatrales de:
a) Mover los afectos del lector por medio de sucesos que, representando situaciones comunes en términos extralimitados, induzcan a la reflexión y sirvan de aviso. Teatralidad sermonaria.
b) Admirar por lo extraño, extravagante o excepcional de ciertos prodigios, que sirvan a las aspiraciones evasionistas del lector. Teatralidad contrarreformista
A tenor de esto, resultaría operativa una clasificación de las once novelas en:
a) Sucesos. Narraciones doctrinales que combinan la información histórico-costumbrista con una envoltura moral (tesis defendida) que se superpone a la trama (La mayor confusión, El envidioso castigado, La fuerza del desengaño, los primos amantes, El piadoso bandolero)
b) Prodigios. Incorporación primaria del modelo bizantino o de cautivos y/o idealización mítico-caballeresca (La villana de Pinto, La desgraciada amistad, La prodigiosa, Al cabo de los años mil, La hermosa Aurora, El palacio encantado)
En cualquier caso, nadie ha puesto en duda el carácter fundamentalmente amoroso (e incluso “erotómano”) de esta prosa, que llega a dejar en un segundo plano las cuestiones relativas al honor, el otro gran polo temático de la novela barroca, y por supuesto del teatro.
Desde tal evidencia, hay que reconocer una función catártica de las historias amorosas de Montalbán, cercana a ciertos planteamientos de la tragedia clásica, una relación que se hace evidente en los relatos más atormentados y desasosegantes (La fuerza del desengaño) y, sobre todo, en La mayor confusión. Éstas y otras abundan en el mouere (“poner en marcha la voluntad apelando a los resortes que la disparan, los cuales no son de pura condición intelectual”, Maravall, 1986: 174), sugiriendo que sólo el artificio dramático, la voluntad de tramoya e interpretación, la magia, en suma, y no el intelecto, contienen la palabra que puede explicarnos el corazón .
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