domingo, julio 02, 2006

Retahílas, las palabras ocultas del folklore infantil


En plena desintegración de las estructuras tradicionales que durante siglos han marcado la dinámica de la sociedad occidental, una pequeña y frondosa parcela del folklore hispánico –la de los niños- da todavía cuenta de hasta qué punto tiene sentido reconocernos como individuos en la memoria colectiva heredada. Este breve informe procura avisar de la pérdida de nuestro imaginario infantil, al que estamos aún a tiempo de revitalizar para, así, entregar algo de verdadero valor a los que nos siguen.

Los niños expresan su sentir poético de la realidad a través de dos géneros esenciales: la retahíla y la canción. La segunda es la fórmula más próxima al mundo adulto; de hecho, una buena parte de las canciones utilizadas por los niños para sus juegos (de corro, de comba...) son una importación directa del repertorio de sus mayores, al que adecuan a la función lúdica mediante determinados mecanismos. Centrémonos en la retahíla, la forma que más individualiza al folklore infantil.

Las retahílas son esas pequeñas piezas poéticas en las que se adivina que la percepción del mundo que tienen los niños dista un abismo de la nuestra: versos “incomprensibles” para un adulto, porque no se organizan en torno a un significado simbólico, sino que lo hacen buscando el ritmo, el gesto, la libre asociación fónica, convirtiéndose así en juguetes orales al servicio de esa comprensión diferente de la realidad. La retahíla es universal y parece tener sus correspondencias en cada cultura: las hispánicas son parientes directas, por ejemplo, de las comptines francesas, de las lengas lengas portuguesas, o de las filastroche italianas.

A poco que observemos, la retahíla se revela como un texto que, tras su “irracionalidad”, esconde la vinculación del mundo infantil con una serie de hitos folklóricos que la comunidad adulta dio por definitivamente perdidos hace mucho tiempo. De este modo, puede decirse que los niños conservan la confianza en el poder mágico de la palabra cuando, con ella, intentan controlar las fuerzas de la naturaleza (Que llueva, que llueva, / la Virgen de la Cueva...), o incluso exorcizar la enfermedad o la herida (Sana, sana, / culito de rana...). También mediante la retahíla los niños ensayan los roles que el futuro puede depararles (Inés, / cuántos hijos va a tener...) y, en un aprendizaje espontáneo, utilizan la retahíla para contar, enumerar, sumar, reconocer su cuerpo y desarrollar la agilidad mental.

Hay, con todo, un aspecto de la retahíla verdaderamente misterioso. Muchos de estos poemitas tienen la facultad de encerrar bajo las siete llaves del sinsentido significados ancestrales que, sin saberlo nosotros, nos informan como individuos de una cultura determinada. Me explico. Partamos de una retahíla enormemente difundida en el folklore infantil español, e igualmente popular en las comunidades sefardíes del Mediterráneo, la de Pipirigaña:

Pipirigaña,
mata la araña
con un cuchillito
bien afiladito.
¿Quién lo peló?
La pícara vieja
que está en el rincón.

En un reciente y luminoso estudio, Ana Pelegrín
1 aclara –por la comparación de este tema con textos del Siglo de Oro y con versiones iconográficas de los mismos- que el personaje evocado de Pipirigaña es descendiente del Pez Pecigaña, una figura de comparsa carnavalesca emparentada con otros peces festivos, como la sardina y su entierro burlesco el miércoles de ceniza. Al mismo tiempo, la hazaña que se le atribuye al personaje (matar una araña) se documenta como chanza usual entre los siglos XVI y XVII, en comparaciones paródicas de escenas caballerescas con ridículos percances cotidianos, escena que resulta inevitable comparar con la que inicia la acción de un cuento folklórico de antigua raigambre: el de El sastrecillo valiente, coronado como príncipe tras la portentosa heroicidad de matar siete moscas de un golpe. En el mismo contexto del carnaval, la vieja que cierra los textos, agazapada en un rincón, figura luctuosa en contraste con la de Pipirigaña, remite sin duda a una representación de Doña Cuaresma.

Los ejemplos son innumerables, pero completemos este informe con algunos más. Las retahílas de asunto religioso son, en este sentido, francamente reveladoras. ¿Quién no conoce la oración de Las cuatro esquinitas?

Cuatro esquinitas
tiene mi cama,
cuatro angelitos
que me la guardan:
dos a los pies,
dos a la cabecera,
y la Virgen María,
mi compañera.

Lo que para el niño, en esta plegaria, es una candorosa imagen de angelitos protectores (malajimes, en la tradición sefardí
2), es también sin duda, desde nuestra comprensión adulta, una representación folklorizada (según documenta José Manuel Fraile3) de los cuatro guardianes que custodiaban la cama del rey Salomón, y que describe el Cantar de los cantares.

En el mismo orden de cosas, algunas retahílas se reconocen como últimas, mínimas y significativas supervivencias de añejos relatos, leyendas y romances tradicionales, a los que tan próximo tuvo que vivir el cancionero infantil en siglos más prósperos que el de ahora. Muchas veces, por ejemplo, hemos utilizado en nuestros juegos de la niñez esta célebre pieza:

Una dola
tela catola,
quila quilete,
estaba la reina
en su gabinete,
vino el rey,
le apagó el candil,
candil candilón,
cuéntalas bien
que las veinte son.

De nuevo, tras su sinsentido, aparece –velada- una escena crucial en algunos romances antiguos, que tienen como tema el adulterio femenino y el castigo sangriento por parte del esposo ofendido, caso de Landarico o de Bernal Francés
4. En ellos, el momento en que el marido apaga el candil de su esposa es señal premonitoria de la inminente muerte de ésta, lo que algunas versiones expresan muy directamente, así en Bernal Francés: Al bajar las escaleras, / él le ha apagado el candil. / -Quien el candil me ha apagado, / me quiere matar a mí...

Pero la retahíla infantil, como evidencia el texto, ha desprovisto de tintes trágicos a la escena romancística, algo que parece ocurrir con frecuencia en este proceso que describo. Otra retahíla, la de Santa Catalina, parece confirmarlo:

Santa Catalina,
hija de un rey moro,
que mató a su padre
con un cuchillo de oro.
No era de oro
ni era de plata,
era un cuchillito
de pelar patatas.

¿Es la Santa Catalina del poema infantil la misma Catalina que en el romancero muere mártir por la crueldad e injusticia de su progenitor?
5 Me parece que sí; la misma Catalina pintada por Caravaggio bajo una tenebrosa luz glauca y junto a una rueda de afilados cuchillos, en la que, según la leyenda, fue condenada a morir esta santa del siglo IV por un padre hereje que no permitía la conversión de su hija a la fe. La misma Catalina a la que el folklore infantil, por la vía de la burla, le ofrece ahora una venganza: matar a su padre con un cuchillito de pelar patatas.

Digamos, por último, que algunas retahílas esconden también relaciones con tipos folklóricos criados en la sátira literaria del Barroco, convertidos en iconos de una sociedad esperpéntica en manos de Quevedo y de otros poetas primero, e instalados luego en la festiva vertiente del romancero erótico-burlesco. Así, la vieja de caducos impulsos sexuales, la mujer en exceso coqueta o el cornudo se mantienen aquí, algo desvaídos de color, pero del todo evocadores de esa manera de expresión poética. Un texto francamente interesante en este sentido es el de El Tío Gurrumino:

El Tío Gurrumino
mató a su mujer,
la puso en la plaza,
se puso a vender.
La gente pasaba
y olía a tocino,
y era la mujer
del Tío Gurrumino.

¿Por qué mata a su mujer?, ¿y por qué la somete al último escarnio de exponerla en el mercado y vender su carne como si de un animal se tratara? Quizá la respuesta esté en el emparentamiento que la inocente retahíla sugiere con algunos trágicos romances de adulterio, y especialmente con el de Los presagios del labrador
6. Allí, el honrado protagonista sorprende a su mujer y al amante dando rienda suelta a sus ilícitos deseos y, en una escena estremecedora, da él mismo rienda suelta al obligado castigo matando a los pecadores de forma brutal y sangrienta, acción que corona con la exposición en el mercado público de los cuerpos, a los que pregona y vende como novillo y ternera. Tocado el techo de lo atroz, las versiones romancísticas no se atreven ya –que yo sepa- a mencionar el olor a tocino del cadáver de la adúltera, cosa que parece ser la propuesta de la cancioncilla infantil.

Sirva, en fin, este puñado de textos para que, desde nuestra ceguera de adultos, empecemos a comprender los procesos de ritualidad primaria del folklore infantil, tan necesarios para los niños que ahora son, y tan necesarios para los niños que nosotros mismos fuimos. Aprendamos a conjurar nuestros miedos con la palabra infantil, de forma lúdica e intuitiva, como lo hacen las niñas que, todavía hoy, cantan Al pasar la barca, / me dijo el barquero: / -La niñas bonitas / no pagan dinero..., ajenas a la identidad de Caronte y a que su dinero es el pago por alcanzar la otra orilla de la Laguna Estigia.

NOTAS

1 “Tuvo que contar cien y un año. Estudio crítico”, en Susana Weich-Shahak, Repertorio tradicional infantil sefardí. Retahílas, juegos, canciones y romances de tradición oral, Madrid, Compañía Literaria, 2001, pp. 41-73.
2 Vid. las interesantes versiones sefardíes recogidas y comentadas por S. Weich-Shahak, ob. cit., pp. 17-18 y 98-100.
3 Conjuros y plegarias de tradición oral, Madrid, Compañía Literaria, 2001, pp. 17-18; vid. aquí mismo otras versiones de la misma oración en pp. 121-139. Hay, por otra parte, un estudio específico de dicha plegaria en: José M. Pedrosa, “Correspondencias cristianas y judías de la oración de las cuatro esquinas”, en Las dos sirenas y otros estudios de literatura tradicional, Madrid, Siglo XXI, 1995, pp. 187-222.
4 El romance de Landarico, también llamado La reina adúltera, está bastante difundido entre las comunidades sefardíes del Mediterráneo Oriental y de Marruecos; vid. algunas versiones en Susana Weich-Shahak, Romancero sefardí de Marruecos, Madrid, Editorial Alpuerto, 1997, pp. 129-131. Sobre Bernal Francés, del que existen multitud de textos en todo el mundo hispánico, vid., por ejemplo, Virtudes Atero y Pedro M. Piñero, Romancero de la tradición moderna, Sevilla, Fundación Machado, 1987, pp. 154-155. El tema del adulterio y los motivos folklóricos de los que estos romances hacen acopio ha sido estudiado en el trabajo de Virtudes Atero y María Jesús Ruiz, “Alba, Catalina, Elena y otras adúlteras del romancero tradicional”, en Los trigos ya van en flores. Studia in Honorem Michelle Débax (ed. de Jean Alsina y Vincent Ozanam), CNRS-Université de Toulouse-Le Mirail, 2001, pp. 41-62.
5 El romance tradicional de Santa Catalina, difundidísimo en la tradición moderna (sobre todo como canción infantil) recrea algunos pasajes de la vida y martirio de Santa Catalina de Alejandría (finales del siglo III y principios del IV) que, viviendo en una familia pagana y mostrando su voluntad de convertirse al cristianismo, fue condenada a ser destrozada por una rueda de cuchillos. Según la leyenda, la rueda se rompió a su contacto y la santa finalmente fue decapitada y su cuerpo trasladado por los ángeles al monte Sinaí. Vid., para esto, Virtudes Atero y Pedro M. Piñero, ob. cit., p. 198. Vid. también algunas versiones representativas del romance en la tradición infantil en Virtudes Atero y María Jesús Ruiz, En la baranda del cielo. Romances y canciones infantiles de la Baja Andalucía, Sevilla, Guadalmena, 1990, pp. 35-36
6 Los presagios del labrador es uno de los denominados romances de sucesos que, publicado primero en compilaciones y pliegos de los siglos XVII y XVIII, pasó luego a incardinarse en la tradición oral propiamente dicha. Las numerosas versiones recogidas en la tradición moderna conservan por lo común el desenlace sangriento y atroz propio de las narraciones de cordel, así en esta versión leonesa: -Dale la leche a ese niño, / dale la leche postrera. // -Los demonios me llevaran / si yo la leche le diera. // -Di la confesión, María, / dila, que mueres sin ella.- // Al decir “su único hijo” / el corazón le atraviesa. // La ató a la cola ´el caballo, / a la plaza se la lleva. // Tiró el sombrero por alto: / -¿Quién me compra carne fresca?, // que matara un jabalí, / una valiente ternera. // A cuarto vendo la libra, / y a ochavo la libra y media; // el que no tenga dinero / tampoco se irá sin ella. Para otras versiones, vid. Flor Salazar, El romancero vulgar y nuevo, Madrid, Seminario Menéndez Pidal, 1999, pp. 102-106; en esta misma obra, es interesante el estudio crítico de Diego Catalán sobre la transmisión del romance: pp. xl-l. Virtudes Atero y María Jesús Ruiz han estudiado el tratamiento del adulterio de Los presagios... en “Alba, Catalina, Elena...”, art. cit.

Cultura popular y violencia de género


Publicado para Ubi Sunt? (nº 19, 2006), revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz
y en WebLitOral: http://www.weblitoral.com/?menu=3&node=89


El mayor obstáculo que algunos profesionales del ámbito jurídico encuentran para la aplicación práctica de la Ley Integral de Violencia de Género[1] no es la objeción de ciertos jueces involucionistas o el controvertido matiz inconstitucional de dicha Ley. Aluden, en este sentido, a la resistencia -por parte precisamente de las víctimas y de su entorno familiar y social- a reconocer como delito lo que secularmente se ha vivido como cotidianidad más o menos conflictiva. En estos términos lo expresa Inmaculada Montalbán, magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía:

“… conviene no perder de vista que el legislador pretende responder ante un fenómeno concreto: la violencia de género en el ámbito familiar, donde las amenazas de muerte, las coacciones y las agresiones ´sin marcas´ tradicionalmente han recibido una consideración de ´leves o livianas´, enmascaradas en las denominadas situaciones de conflicto de pareja y encubiertas por una socialización que aún espera de las mujeres la acomodación al estereotipo de obediencia y sumisión”
[2]

La nueva Ley, por tanto, no sólo lucha contra un crimen perpetrado por sujetos que pueden ser castigados, apartados de la sociedad o reeducados, sino también –y quizás sobre todo- contra una práctica asimilada como “legítima” por un amplio colectivo humano, que ha basado parte de su moral en ella, amasando a lo largo de los siglos una serie de conductas tozudas con las que se identifica.

Tales conductas pueden reconocerse como patrones o arquetipos en el bagaje literario de la cultura popular, es decir, en el conjunto de textos que, con el solo soporte de la memoria y la voz, se han transmitido de generación en generación desde hace por lo menos ocho siglos hasta hoy. Los romances, los cuentos y las leyendas populares constituyen así una fuente documental de primer orden para detectar cómo y con qué fuerza se han gestado posicionamientos morales colectivos que –lo queramos o no- pertenecen a nuestra memoria de individuos sociales, cohesionándonos y prevaleciendo en muchos casos sobre el sentido común o la reflexión crítica.

Ciñéndonos al romancero tradicional
[3], que aglutina prácticamente todos los significados éticos del patrimonio cultural hispánico, advertimos una concentración importante de textos alrededor de conflictos amorosos y familiares, y una tendencia ineludible a sancionar con el mensaje poético lo adecuado o inadecuado de las conductas planteadas, es decir, a juzgar y moralizar. En tal sentido, el romancero contiene múltiples muestras de las consideraciones y los puntos de vista que ante la violencia de género ha ido adoptando la comunidad social, y desde luego constituye un repertorio bien ilustrativo de esas prácticas y posicionamientos comunes de los que hablamos.

Quizás sea conveniente, antes de seguir, aportar un ejemplo. El romance de Bernal Francés, extendido por toda la oralidad hispánica, recoge de forma paradigmática la consideración que el adulterio femenino merece en un espectro social amplio. Planteada la narración como un encuentro clandestino -y no exento de peligro- entre una mujer y su amante, el descubrimiento del pecado de la adúltera deviene en un necesario castigo (uxoricidio) a manos del marido ofendido, que ejecuta su crimen con la absoluta seguridad de estar haciendo “lo justo”.

- ¿Quién a mi puerta a estas horas? Yo no me levanto a abrír
- Tu buen francés soy, señora, a quien le sueles abrír.
- Levántate, mi criada, levántate y vete a abrír.
- Levántese usted, mi ama, que con usté[d] ha de dormir.-
Se levantó en saya blanca, justillo de carmesí,
al desatrancar la puerta se le ha apagado el candil.
- ¡Quién ha apagado mi luz me quiere muy mal a mí!-
Le ha cogido de la mano, se lo ha llevado al jardín,
le ha lavado pies y manos con hojas de toronjil.
Lo ha cogido de la mano, se lo ha llevado a dormir.
A eso de la medianoche estas palabras le oí:
- ¿Qué tienes, mi buen francés, que no sueles ser así?
Si temes a la justicia, mi padre es el aguacil;
si temes a mi marido, está muy lejos de aquí.
- Ni le temo a la justicia, ni a tu padre el aguacil,
ni tampoco a tu marido, que lo tienes junto a ti.
- Pícara lengua mía, ¿qué te has dejado decir?
- Gargantilla colorada, niña, tengo para ti.
Ya puedes rezar el credo, que pronto vas a morir.
[4]

Textos como éste, cantado y transmitido por millones de individuos durante cientos de años, dan idea de hasta qué punto la memoria y la socialización son factores esenciales de cohesión del grupo, y de cómo éste necesita de la conformidad moral común para definir sus comportamientos. Hay que añadir, además, que la literatura popular (y más específicamente el romancero) ha sido casi siempre patrimonio casi exclusivo de las mujeres y que éstas han constituido hasta hace bien poco un colectivo ágrafo, ajeno casi a la cultura escrita, y por tanto mucho menos dotado de recursos para el pensamiento individual y crítico.

Las mujeres, recluidas por lo común en el ámbito del hogar y limitada su relación con el entorno a la establecida con otras mujeres en espacios laborales acotados (faenas comunes como el lavado o la costura), han sostenido su pensamiento sobre la expresión poética oral, siendo ésta su esencial vía de comunicación. De este modo, el canto compartido de romances o todo el caudal literario que han empleado para acunar, amamantar y criar a sus hijos constituyen su patrimonio ético y estético, el grueso de su bagaje cultural, y dan forma a esa memoria secular de la que, hasta el momento, todas participamos.

Asimismo, es importante recordar que los textos orales no actúan en ningún momento como expresión dirigista, no son impuestos a los transmisores con la auctoritas de la que goza el texto escrito. En el ámbito de la oralidad tradicional, las transmisoras usuarias son “propietarias” de los textos, los usan y los disfrutan como suyos, espontáneamente, y como suyos los adaptan a sus propias necesidades expresivas, intelectuales y emocionales. La literatura oral, por ser abierta, vive, por tanto, en una continua aclimatación a los parámetros de quienes la emplean en su cotidianidad. Todo lo cual debe llevarnos a concluir que lo recordado y transmitido por un determinado colectivo cultural expresa lo que ese colectivo opina sobre tal o cual asunto y que los textos sobre mujeres transmitidos por mujeres a lo largo de los siglos dejan ver posicionamientos reales de la mujer.

Otro asunto más complejo –pero que cabe abordar- es lo que las transmisoras, mediante el canal poético oral, hayan querido expresar. Es decir, en romances como el de Bernal Francés, por ejemplo, o en tantos otros que igualmente se ocupan del conflicto del adulterio de la esposa
[5] otorgándole una solución similar, ¿cuál es la intención ética del colectivo femenino al expresarlo mediante el canto?, ¿debemos dar por hecho, sin más, que las mujeres se alinean en el juicio sin fisuras de que la adúltera merece la muerte?, ¿o quizás podríamos suponer que el relato funciona como un desahogo poético en el que el verso, por serlo, sostiene la expresión de un tabú que en el día a día extraliterario se mantiene oculto? En tal caso, la narración oral funcionaría como un recurso liberador frente a situaciones alienantes para las que la mujer, durante toda su historia, no ha encontrado otra respuesta.

En éste, como en tantos otros aspectos, la literatura resulta ambigua. Pero no es ambiguo en ningún modo la delación que, al existir y transmitirse, hace el romance de lo que acontece, y tampoco es ambigua la solución moral, si se quiere no acordada, pero impuesta y prevaleciente en cualquier caso.

La violencia de género, como ocurrencia familiar cotidiana, está presente desde siempre en las narraciones tradicionales. Se ejerce sobre las mujeres que alteran la norma patrimonial, una norma no escrita, pero aceptada por el colectivo, y recogida a la postre en textos legales
[6]. Lo que, en definitiva, documenta el romancero tradicional de asunto familiar son los términos concretos en los que se ha desenvuelto una “cultura del honor”[7] hondamente arraigada en nuestra memoria histórica, y en evidente conflicto con principios esenciales de la liberación de la mujer, a saber: la incorporación a la vida pública, el derecho a la formación intelectual y la desobediencia al patriarcado.

La observación de los modelos femeninos consagrados en este ámbito de la cultura popular no deja lugar a dudas. Las baladas tradicionales desarrollan dos arquetipos básicos: el de la Virgen, diversificada en un repertorio limitado de mujeres virtuosas, y el de la Mujer Salvaje que, además de tomar cuerpo como tal, aporta cualificaciones esenciales a un nutrido grupo de adúlteras e infanticidas.
[8]

Como arquetipo básico, la Virgen María representa el paradigma inalcanzable, pero modélico, al que hay que tender. Se configura, desde la Edad Media, por medio de una serie de rasgos que, en conjunto, constituyen el patrón femenino del orden social y familiar y que actúan como una referencia poderosa sobre las mujeres. La Virgen concentra su femineidad en su condición de madre-protectora, vive ajena al sexo y a la vida pública y resuelve su ser en una esencial inmovilidad física e intelectual, lo que la sitúa en el extremo opuesto del héroe masculino (su propio hijo, por ejemplo), cuyo discurso vital está basado en el itinerario formativo y en la aventura. La actualización de este arquetipo básico en el romancero tradicional se lleva a cabo –como decía- con la propia figura de la Virgen como protagonista de muchas baladas
[9], pero también con una asunción de sus rasgos en determinadas heroínas que, en conjunto, representarían a la “mujer virtuosa”. Una de las más significativas es la protagonista del romance de Las señas del esposo. Documentada por vez primera en el siglo XVII y muy difundida hasta hoy en la tradición oral hispánica[10], la narración recoge la inquebrantable fidelidad de una esposa-madre que vela sin fatiga por el orden de su hogar mientras su marido está en la guerra. Veamos una versión.

Estando yo en mi portada bordando paños de seda
vi venir un caballero de la artillería primera.
Yo me acerqué a preguntarle: -¿Señor, viene de la guerra?
- Sí, señora, de allí vengo, ¿tiene alguien que le duela?
- Señor, tengo a mi marido siete años en la guerra.
- Deme usted explicaciones de ese soldado en la guerra.
- Llevaba caballo blanco, sillita blanca de seda.
- Sí, señora, lo conozco, muerto lo dejé en la guerra,
y en el testamento dice que me case con su bella.
- Eso sí que no lo hago, ni lo hago ni lo haré,
siete años he esperado y otros siete esperaré,
si a los catorce no viene a monja me meteré.
- ¿Y de los dos hijos, Concha, de ellos qué vas a hacer?
- Uno lo meto a estudiante para que aprenda a leer,
otro lo meto en la Iglesia pa que cuiden bien de él.
- Alza la blanca paloma si me quieres conocer,
el de la silla de seda y el del caballito inglés.
Siete años te he querido y otros siete te querré
por haber guardado mi honra y ser una mujer de bien.-
[11]

En la otra orilla de la habitada por estas mujeres virtuosas se sitúa la Mujer Salvaje. Rasgos recurrentes del arquetipo son su ubicación en un espacio de soledad o exilio (en cualquier caso despoblado y ajeno a la civilización), su falta de descendencia, su ferocidad sexual, ciertos atributos de carácter animal o demoníaco (no humanos) y su condición amenazante y peligrosa para los varones. A las mujeres salvajes del romancero las alientan, desde la Antigüedad, las sirenas y, más allá, el oscuro perfil de Lilith, la primera mujer de Adán, a la que Dios tuvo que excluir de su plan de creación por su rebeldía y desobediencia, y a la que inmediatamente sustituyó por Eva, más dependiente del varón por depender su propio ser de una costilla. La balada tradicional hispánica recoge con precisión el arquetipo en el romance de La Serrana de la Vera, muy difundido en toda la Península. Esta versión de Tarifa, cantada al son de botellas, panderos y almireces en las fiestas comunitarias de la Navidad, da buena cuenta de ese modelo femenino del que hablamos:

Allá en Barranca la Olla, orillitas de Pacencia,
se pasea una serrana alta, rubia, muy morena,
con su escopetita al hombro guardando la suya cueva.
Vio de venir un galán alto y rubio como ella;
lo ha agarrado de la mano, lo lleva a la suya cueva.
- ¿Para qué son tantas cruces, tantos montones de tierra?
- Nueve hombres que he matado dentro de la mía cueva;
contigo ha de ser lo mismo si tu amor no me contempla.-
Aviaron de cenar
tres perdices y un conejo y otras cosillas más buenas,
galonearon su cama con ricas colchas de seda.
Cuando la pilló dormida, el galán cogió la puerta,
la piedra con que atrancaba cuatro mil arrobas pesa.
Cogió la honda en la mano, la piedra en la faltriquera,
cada hondazo que pegaba lo alejaba legua y media.
En el pueblo más cercano ha dado parte de ella;
cuatro miembros de justicia vienen a reconocerla.
El galán iba delante abriendo campo y vereda;
la vio subida en un pino peinándose las melenas;
se echó el trabuco a la cara y un trabucazo le pega.
De la cintura pa arriba de persona humana era,
de la cintura pa abajo era estatura de yegua.
[12]

Las mujeres salvajes –como decía- han prestado ciertas cualificaciones esenciales a las que, por definición, protagonizan en la literatura popular la violencia doméstica: las adúlteras. Un repertorio amplio de romances se hacen eco de un conflicto, el de la infidelidad femenina, ciertamente candente y preocupante para la sociedad patriarcal, a juzgar por el tratamiento recurrente y tozudo que hace del mismo. La adúltera consagra en el ámbito doméstico la ecuación perversa por la que lo femenino se identifica con la castidad y la obediencia, y condena en términos absolutos la opción por la vida pública o por la formación que puede tentar a la mujer.

En un primer ejemplo, el romance de Landarico pone remedio con el uxoricidio a los desmanes de una reina que no sólo se ha atrevido a cometer la consabida infidelidad, sino que hace ostentación del mayor afecto profesado hacia su descendencia ilegítima. Es esta mujer, además, culpable de una incontenida coquetería (actualizada por su recreación ante el espejo), lo que precisamente la lleva a no superar la prueba de fidelidad que de forma tan feliz lograba la dama de La señas del esposo.

Levantóse el rey a cazar un lunes por la mañana
y fuera a ver a la reina a ver cómo alboreaba.
Hallóla lavando el rostro, de dormir se levantara;
en un espejo cristalino mirando su linda cara,
dando gracias al Dios Padre que tan linda la criara.
El rey, por jugar con ella, con vara de oro le daba.
- Tate, tate tú, Andalico, mi polido enamorado;
tres hijos tuví contigo y uno del rey que son cuatro.
Si el del rey viste de seda, los tuyos seda y brocado,
si el del rey come gallina, los tuyos gallina y pavo,
si el del rey bebe del tinto, los tuyos del tinto y claro,
si el del rey monta la mula, los tuyos mula y caballo.-
Y alzó la cara la reina y viera al rey a su lado.
- Perdón, perdón, señor rey, por lo que yo he hablado,
que no sé si estaba loca o es un sueño que he soñado.
-Dios te perdone, la reina, que yo no te he perdonado.-
La cabeza entre los hombros al suelo se la ha arronjado.
[13]


La adúltera, en fin, representa en la cultura popular la amenaza que para la conservación del orden moral y familiar supone que la mujer tenga iniciativa, albergue deseos o adquiera conocimientos. No es casual, en tal sentido, que con frecuencia las mujeres infieles del romancero apunten maneras de “cultas”, mostrándose en muchos casos como extremadamente astutas o, en otros, como simplemente competentes para leer y escribir. Efectivamente, esa “cultura del honor” de la que hablábamos no digiere de buen grado la incorporación de la mujer a espacios y competencias tradicionalmente asignados al varón, y condena irremisiblemente tales comportamientos. El romance de Los presagios del labrador ejemplifica bien el grado de violencia “justificada” que puede desatar la desobediencia femenina, y demuestra de forma estremecedora la consideración que al patriarcado merece una mujer que se rebela ante la virtud matrimonial y ante sus deberes maternales.

Estaba un hombre en el campo recogiendo sus haciendas,
el corazón le decía: -Vete a tu casa y no duermas,
que tienes la mujer moza, no te haga alguna ofensa.
- Mientes, mientes, corazón, que mi mujer es muy buena;
siete años hay que la tengo, no la he visto tal ofensa.-
Monta en su caballo blanco, por delante la escopeta,
va dejando anchos caminos, cogiendo angostas veredas;
cogiera un veredita que a su casa iba derecha.
A la entrada del lugar la su casa la primera,
dio tres vueltas al palacio, no ha encontrado puerta abierta,
con el puñal que llevaba le hizo un buraco a la puerta.
Lo primero que metió fue el cañón de la escopeta,
lo segundo son los pies, lo tercero la cabeza;
el caballo, que no cupo, lo dejó atado a la reja;
le ha echado paja y cebada para que ruido no meta.
Ahora vamos a la lumbre por ver quién estaba en ella.
Lo primero que encontró fueron zapatos y medias.
-Este zapato no es mío, esta media no es de ella,
que este zapatito blanco no se estila aquí en mi tierra.-
Ahora vamos a la cama, por ver quién estaba en ella:
el galán y la galana, durmiendo a la pierna suelta.
Agarró al galán por mano, tres puñaladas le diera.
Ahora vamos a la dama, que el galán seguro queda:
-Ven acá, perra villana, ven acá villana perra.
Si lo hacías por comer, ahí tenías mis haciendas;
si lo hacías por beber, ahí tenías mis bodegas;
si lo hacías por marido, haberme escrito unas letras,
que bien sabes escribir, ojalá, Dios, no supieras.
Dale la leche a ese niño, dale la leche postrera.
- Los demonios me llevaran si yo la leche le diera.
-Di la confesión, María, dila, que mueres sin ella.-
Al decir "su único hijo" el corazón le atraviesa.
La ató a la cola (d)el caballo, a la plaza se la lleva.
Tiró el sombrero por alto: - ¿Quién me compra carne fresca?,
que matara un jabalí, una valiente ternera.
A cuarto vendo la libra y a ochavo la libra y media;
el que no traiga dinero tampoco se irá sin ella.-
[14]

Más allá del adulterio, otras heroínas del romancero tradicional padecen la agresión de sus esposos en situaciones diversas de conflictividad familiar. En tales casos, el uxoricidio no se interpreta como castigo justificado, sino que la narración actúa simplemente como expresión delatora de un drama habitual, pues es lo habitual, lo que preocupa a la comunidad por su constante ocurrencia, lo que al fin y al cabo proyecta ésta en su expresión poética. El romance de La mala suegra recoge con detalle las consecuencias trágicas de la maledicencia en el seno del hogar y advierte de la fragilidad de la honra como sostén de la familia.

Mi Carmela se pasea por una salita alante
con los dolores de parto que el corazón se le parte.
- ¡Ay, Dios, quién tuviera una sala en aquel valle,
y por compaña tuviera a Jesucristo y a su madre!-
La suegra, que oía eso por el ojo de la llave:
-Toma, Carmela, tu ropa y márchate con tu madre.
Si a la noche viene Pedro, yo le pondré de cenar;
le sacaré ropa limpia por si se quiere mudar.-
A la noche viene Pedro: - ¿Mi Carmela dónde está?
- Se ha marchado con tu madre, que se ha portado muy mal,
me ha tratado de cochina y otras cuantas cosas más.-
Monta Pedro en su caballo, en busca Carmela va.
Al subir por la escalera se encontró con la comadre:
- Buenos días tengas, Pedro, ya tenemos un infante.
- Del infante gozaremos y a Carmela, Dios la guarde.
-Alevántate, Carmela. - ¿Cómo quieres que alevante,
si a dos horas de parida no hay mujer que se alevante?
- Alevántate, Carmela, no vuelvas a replicarme.-
Se ha levantado Carmela,
se ha subido en el caballo, él detrás y ella delante.
Anduvieron siete leguas ni uno ni otro hablarse.
- Carmela, ¿por qué no hablas? -¿Cómo quieres que hable,
si los pechos del caballo se van bañando en mi sangre?
-Y detrás de aquella ermita intención llevo en matarte.-
Le ha dado dos puñaladas que se ha revolcado en sangre.
Al entrar por la ciudad las campanas redoblasen.
- ¿Quién se ha muerto, quién se ha muerto? -La duquesa de Olivares.-
Respondió un niño chiquito de dos horas no cabales:
- No se ha muerto, no se ha muerto, que la ha matado mi padre
por un falso testimonio que han querido levantarle;
la casa de mi mamaita cuatro angelitos la guarden,
y la casa de mi abuela cuatro demonios la arrastren.-
[15]

Los modelos de conducta fraguados en la literatura popular son, pues, sintomáticos de la inercia moral con la que taponamos la evolución hacia un sistema socio-familiar igualitario. A la vista de un puñado de romances distintos, los denominados erótico-burlescos
[16], cabe aún preguntarse si la solución cínica que adoptan “otras” adúlteras del romancero tradicional para evitar la agresión masculina no es más que una redundancia de lo dicho, esto es, de la imposibilidad social de que la mujer tenga sus propias opciones. Leamos, bajo este prisma y para terminar, una versión de La adúltera del cebollero.

Por las calles de Madrid se pasea un cebollinero
vendiendo sus cebollinos para ganarse el dinero.
Llegó a casa una casada, casada de poco tiempo.
- Casada, dame posada, por Dios o por el dinero.
- Mi marido no está en casa, darte posada no puedo.-
Que ella quiso, que no quiso, el cebollinero adentro.
Intentaron de cenar dos perdices y un conejo
y después de haber cenado, hablaron de otro misterio:
intentaron de plantar un cebollino en el huerto.
Y a eso de los nueve meses ya el cebollino está bueno,
y tuvo un niño chiquito, hijo del cebollinero.
Y su padre le decía: -Hijo mío verdadero.-
Creyendo que era su hijo y era del cebollinero.
El padrino de este niño debe ser un molinero
para que ponga la harina para hacer los buñuelos;
el padrino de este niño debe ser un aceitero
para que ponga el aceite para freír los buñuelos.
[17]

[1] Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. BOE núm. 313, miércoles, 29 de diciembre 2004, págs. 42166 y sigs.
[2] I. Montalbán, “Violencia de género en la Constitución”, EL PAÍS, 29 de agosto de 2005.
[3] Para una aproximación al género, vid. la base de datos (textual, bibliográfica y musical) dirigida por la profesora S. Petersen, de la Universidad de Washington: http://depts.washington.edu/hisprom/ (Proyecto sobre el Romancero Pan-hispánico). Pueden también consultarse los siguientes repertorios: P. Piñero y V. Atero, Romancero de la tradición moderna, Sevilla, Fundación Machado, 1987; y V. Atero, Romancero de la provincia de Cádiz, Fundación Machado – Universidad de Cádiz – Diputación Provincial de Cádiz, 1996.
[4] Versión de Arroyo de la Luz, Cáceres, recogida por Bonifacio Gil, quien la publicó en sus Romances populares de Extremadura recogidos de la tradición oral, Badajoz, Diputación Provincial, 1944, págs. 31-32.
[5] Una revisión pormenorizada de los textos romancísticos que en toda la tradición hispánica abordan el adulterio puede verse en Virtudes Atero y María Jesús Ruiz, “Alba, Catalina, Elena y otras adúlteras del romancero tradicional”, Los trigos ya van en flores. Studia in Honorem Michelle Débax (ed. de Jean Alsina y Vincent Ozanam), CNRS – Université de Toulouse-Le Mirail, 2001, págs. 41-62.
[6] Dejando aparte antecedentes en fueros y otros textos legales previos, el primer Código Penal de 1822 ya recoge el uxoricidio como delito parcialmente justificado por la conducta de la víctima, acogiéndose así a una longeva “tradición del honor”: “El privilegio acordado al marido matador de su esposa adúltera o al padre que lo fuere de su hija impúdica y de sus partícipes en el adulterio o la corrupción, es instituto de la más remota antigüedad…” (Antonio Quintano Ripollés, Tratado de la parte especial de Derecho Penal, I: Infracciones contra la persona en su realidad física, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado, 1972, págs. 430-431). En los siguientes Códigos (de 1848, 1850 y 1870) la pena de destierro para el marido agresor se va rebajando, e incluso desaparece para los casos en que las lesiones causadas a la víctima no provoquen la muerte de ésta. La figura del uxoricidio se mantiene en términos similares en el Código Penal de 1928, y desaparece en el de 1932, en el que, al amparo del pensamiento republicano, se elimina también el adulterio de la esposa como delito. Muy poco después, el Código franquista de 1944 vuelve a introducirlo en la versión más antigua: “el marido que, sorprendiendo en adulterio a su mujer matare en el acto a los adúlteros o a alguno de ellos, o les causare cualquiera de las lesiones graves, será castigado con la pena de destierro. Si les produjere lesiones de otra clase, quedará exento de pena”. El privilegio marital se mantuvo hasta el Código de 1963, en el que se derogó. Vid. para todo esto, Antonio Quintano Ripollés, ob. cit., págs. 429-460.
[7] Juan A. Pérez, Darío Páez y Esperanza Navarro-Pertusa, “Conflicto de mentalidades: cultura del honor frente a la liberación de la mujer”, R.E.M.E. Revista Electrónica de Motivación y Emoción: http://reme.uji.es/articulos/apxrej7141701102/resumen.html
[8] “Durante mucho tiempo Iglesia Católica y tradición unieron sus propósitos para la consecución de la sumisión y obediencia incondicional de la mujer. Para ambos, existían dos modelos de mujer: ángel o demonio, Eva o María; uno había que evitar, el otro imitar como ideal de vida…”, Blasina Cantizano Márquez, “La mujer en la prensa femenina del XIX”, Ámbitos, nº 11-12, 1º y 2º semestres de 2004, págs. 281-298, la cita en pág. 296. http://www.ull.esp/publicaciones/latina/ambitos/11-12/archivos11_12/cantizano.pdf
[9] Puede consultarse un nutrido repertorio de romances con la Virgen como protagonista en Maximiano Trapero, Los romances religiosos en la tradición oral de Canarias, Madrid, Ediciones Nieva, 1990.
[10] Para su difusión y su diversificación en la tradición adulta y en la infantil, vid. P. Piñero y V. Atero, Romancero de la tradición moderna, ob. cit., págs. 116-117.
[11] Recogí esta versión en Jerez de la Frontera, en diciembre de 1986. Cantaron Ana González (de 78 años) y sus hijas Carmen, Pilar y Rosario Romero (de entre 40 y 50 años). Publicada en María Jesús Ruiz, Romancero tradicional de Jerez: estado de la tradición y estudio de los personajes, Jerez, Caja de Ahorros de Jerez, 1991, pág. 101.
[12] Versión cantada por Dolores Perea Rondón (48años), en Tarifa (Cádiz) en 1981, y recogida por Francisco Vegara y Pilar Vegara. Publicada en Pedro Piñero y Virtudes Atero, Romancero andaluz de tradición oral, Sevilla, Editoriales Andaluzas Unidas, 1986, pág. 111.
[13] Versión de Tánger, Marruecos, recitada por Henriette Bachimol (60 a), y recogida por Susana Weich-Shahak en octubre de 1987. Publicada en Susana Weich-Shahak, Romancero Sefardí de Marruecos, Madrid, Editorial Alpuerto, 1997, pág. 130.
[14] Versión de El Payo, Salamanca, recogida por Ramón Menéndez Pidal en 1910. Publicada en Flor Salazar, El romancero vulgar y nuevo, Madrid, Fundación R. Menéndez Pidal-Seminario Menéndez Pidal, 1999, pp. 103-104.
[15] Versión de San Roque, Cádiz, recitada por Francisco Pérez Morales (86a), y recogida por Mercedes Alba Martínez. Publicada en María Jesús Ruiz, La tradición oral del Campo de Gibraltar, Cádiz, Diputación Provincial, 1995. págs. 40-50.
[16] Vid. para este especial repertorio, Virtudes Atero y María Jesús Ruiz, “Erotismo y burla en el personaje romancístico andaluz”, La poesía de tradición oral moderna. El romancero y la lírica (ed. de C. Wentzlaff-Eggebert y P. Piñero), Colonia, Böhlau-Verlag, 1996-97, págs. 7-24.
[17] Versión de Tarifa, Cádiz, recitada por María Velasco Delgado (40a), y recogida por Margarita Ruíz González en 1985. Publicada en María Jesús Ruiz, La tradición oral del Campo de Gibraltar, ob. cit., pág. 52.


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