martes, marzo 30, 2010

Ritos de ascensión y de paso en la fiesta del columpio


RITOS DE ASCENSIÓN Y DE PASO EN LA FIESTA DEL COLUMPIO


Artículo publicado en Romania Occidentalis – Romania Orientalis.

Volum omagial dedicat Prof. Univ. Dr. Ion Talos

(Editat de Herausgegeben von Alina Branda, Ion Cuceu).

Editura Fundatiei pentru Studii Europene, Editura Mega, Cluj-Napoca (Rumanía), 2009, págs. 597-608


El corpus lírico que ilustra este trabajo es una pequeña muestra del amplísimo repertorio de coplas que diversos recolectores hemos podido recoger en los últimos años a los transmisores andaluces que conocieron y gozaron de la fiesta del columpio . Hasta por lo menos la guerra civil española, y desde –que sepamos- el siglo XVI, columpios, bambas y mecedores (los tres términos se utilizaron) aglutinaron la diversión tradicional en Andalucía en dos períodos muy significativos del ciclo anual: el Carnaval y la primavera. En uno y otro caso, la fiesta del columpio convocaba la celebración de los sentidos en las fronteras de la Cuaresma, significándose así como un ritual de inversión, como una exaltación del deleite terrenal y, más en concreto, como el ceremonial por excelencia del cortejo y el galanteo.

Los columpios fueron campesinos y urbanos. Los primeros –comúnmente adscritos al período primaveral- se improvisaban colgando sogas o maromas de encinas, pinos alcornoques, robles, olivos o nogales. El día de fiesta acudían al campo gentes de todas las edades, pero eran los más jóvenes los que participaban en el juego: hombres y mujeres en edad de mocearse que se servían de la ocasión de libertad y esparcimiento para comunicarse con estas coplas su amor, sus desdenes, sus requiebros y sus esperanzas sentimentales. Los columpios urbanos se montaban unas veces en los patios vecinales -atando las sogas a unas argollas de hierro clavadas en las vigas del techo- y otras en la calle, en cuyo caso se requería un sistema más complejo por el cual los hombres construían un trapecio de troncos que clavaban en el suelo y del que sujetaban las cuerdas que habían de mecer a sus pretendidas. Coplas y documentos hay que aluden a los momentos más propicios para el columpio, así como a los diferentes modos de hacerlo; he aquí algunas muestras:

El columpio de esta casa
no se ha hecho pa jugar,
se ha hecho pa columpiarse
los días de carnaval.

A los olivares fui
a echar el columpio un día,
del columpio me caí
y me he hecho una jería.

Cogiendo yeros gané
las argollas del columpio,
por si me trompiezo y caigo
Dios perdone a los difuntos.

La bamba se hace en la calle
o en cualquier encrucijá:
dos palos con una soga
pa poderse columpiar.

Si bien el cortejo amoroso ha sido el sentido ritual que con más vitalidad ha pervivido en la geografía panhispánica del columpio , la antigüedad documentada de la fiesta y ciertos indicios evidentes en su repertorio poético-musical nos hablan de que, a lo largo de los siglos, fue un ceremonial de significados polivalentes. En las líneas que siguen dejaremos a un lado el más evidente perfil de galanteo para analizar la ritualidad del columpio en dos vertientes distintas: la de ascensión y la de paso o transición (de la edad impúber a la adulta) .

El Tesoro de Covarrubias da fe temprana de la popularidad de la fiesta en Andalucía, y remonta la costumbre a la antigua Grecia, atribuyendo al columpio, por primera vez, un significado religioso:

“Latine oscillum, oscillatio, pensilis motio; es una soga fuerte, y doblada, que se echa sobre alguna viga del techo, y subiéndose en ella una persona, las demás la bambolean de una a otra parte, y en el Andalucía es juego común de las mozas. 2. y la que se columpia está tañendo un pandero y cantando. Es un juego muy antiguo, del cual hacen mención algunos autores, y en especial Julio Pólux, lib. 4. En griego llama αiωpα suspendiculum, a verbo αiωpεω attollo, suspendo, etc. Díjose columpio a colo, porque parece estar colgada la persona que se columpia del cuello. También hacían ciertas figuras y las vestían como hombres y mujeres, y, colgándolas de los árboles, las columpiaban y mecían de una parte a otra en las fiestas de algunos dioses, especialmente del dios Baco; Virgilio, lib. 2, Georgicarum:

Et te Bacche vocant per carmina laeta, tibique
Oscilla ex altra supendunt mollia quercu.

Véase a Servio sobre aquel lugar, adonde da a entender haber inventado los columpios con cierta manera de religión; mas como muchos peligrasen cayendo de los columpios, hicieron figuras que poner en su lugar, y dice así “Sed cum inde pleriue caderent, inventum est, ut formas vel personas ad oris sui similitudinem facerent et eas pro se suspenderent, et moverent, unde et oscilla dictae sunt, ab eo quod in illis oscillerentur, id est, monerentur ora”.

Muy poco tiempo después, Rodrigo Caro se muestra más prolijo en detalles (y quizás más fantasioso) en el extenso capítulo que en sus Dias geniales o lúdicros dedica al columpio . Lo interesante aquí para nuestros propósitos es apreciar cómo el ceremonial queda asociado a la ocupación contra natura del mundo aéreo, desde el que el sujeto humano –desprendido de sus limitaciones terrestres- tiene opción de comunicarse con las divinidades y, en cualquier caso, con el mundo sobrenatural de las almas, de los difuntos:

Lo que nosotros llamamos en España columpios, tiene en la lengua griega su nombre, que es aiora y en latín oscillum.
(…)
De su origen y principio hay varias opiniones entre los místicos y teólogos de la gentilidad. Dicen que habiendo el Dios Baco enseñado a Ícaro, ateniense, padre de la doncella Erígone, el uso e invención del vino, Ícaro, incautamente, no estimando tan divino don como era justo, lo profanó enseñándolo a ciertos hombres rústicos. Éstos, permitiéndolo Baco airado, después de haber bebido mucho y perdido el uso de la razón, pensaron de sí, según los disparates que hacían, que Ícaro les había dado veneno, por lo cual lo mataron. Cuando esta última desgracia le sucedió, acaso iba su perro con él, que viendo a su amo muerto, como si el instinto natural de su amor y fidelidad fuera racionalidad, volvió a casa de su amo. Erígone, que de no venir con el perro su padre tomó mala sospecha de algún infelice suceso, salió de su casa, guiándole el amigo perro por los caminos que ella no sabía, hasta que le puso con el cuerpo de Ícaro, su padre, muerto. Viendo tamaña desdicha, aconsejóle su atrevido dolor que tomase un lazo y se colgase de un árbol. Pero los dioses soberanos, que desde su estrellado alcázar vieron que el aire meneaba aquel desdichado columpio, compadecidos de ella, volvieron a la doncella Erígone en estrella, que hoy es el signo Virgo. No quedó sin su debido galardón el bendito perro, que también lo volvieron en otra estrella, que es el Can menor. Valía entonces muy barata la inmortalidad, pues la echaban a los perros. No paró la ira del dios Baco en el virginal suspendio de Erígone y muerte de su padre; antes sucedió que, viendo las doncellas atenienses el buen despacho suyo, dieron todas en ahorcarse. Ni era de tan poca consideración, que no solicitase mucho a los sabios y celosos atenienses a consultar el oráculo. Respondió que aquella pestilencia virginal cesaría si buscasen los cuerpos de Ícaro y su hija. Mas como buscados no pareciesen por la tierra, por mostrarse obedientes observadores de los mandatos divinos, colgaron de altos árboles sogas, y mecíanse arrojándose reciamente de arriba abajo, para que con esta diligencia echasen de ver los dioses que buscaban aquellos cuerpos, no sólo por la tierra, sino también por el aire; con que los dioses aplacados suspendieron la pestilencia de aquellas doncellas, y cesó, pero no el uso de los columpios que ya, por cosa agradable a los dioses, proseguía.
(…)
Otros autores, más recatados en dar crédito a semejantes narraciones, dijeron que se inventaron los columpios para expiarse y limpiarse de los pecados, porque habiendo purgación de ellos por agua y fuego, era justo que hubiese también por el elemento del aire.

En la extensa geografía folklórica del rito, la conciencia de que el mecerse permite el acceso al mundo celestial, se ha mantenido en el Noroeste de Argentina; allí “existe la creencia de que columpiándose, cercana la fiesta de los muertos, se logra rescatar almas del purgatorio, es decir, reencontrar, revivir, llegar por este rito al umbral de la vida y la muerte”. Aunque ciertamente desritualizada, la práctica ha sobrevivido excepcionalmente en la Sierra de Cádiz, en el extremo sur de Andalucía. En ciertos pueblos de la zona las personas de más edad recuerdan como una fecha emblemática del columpio el llamado Día de los tostones, que no era otro que el segundo de noviembre, Día de los difuntos, cuando chicos y grandes pasaban en el campo asando, en una hoguera, castañas y bellotas, y en los que la diversión se coronaba echando los columpios. En Ubrique, localidad de la misma comarca, los transmisores son aún más explícitos al referirse a la misma fecha como Día de los paseos:

“El Día de los paseos las gentes salían al campo con sus canastos de varetas en los que llevaban boniatos, castañas, nueces, granadas y pan. Se iba al Salto de la Mora, a las Cumbres; subían por la Calzada hasta Santa Lucía; o a la Venta Martín. Era un día de campo en el que se hacían también columpios, cantaban y jugaban, y a la vuelta solían entrar en el cementerio para recoger el farol que habían dejado allí el día anterior.”

El desvaído recuerdo sobre la vinculación del rito al mundo de los muertos que estas evocaciones traen a colación apenas si permanece en las coplas, que sólo muy ocasionalmente hacen alguna mención. Así en ésta ya citada más arriba:

Cogiendo yeros gané
las argollas del columpio,
por si me trompiezo y caigo
Dios perdone a los difuntos.

Sin embargo, el repertorio andaluz se muestra muy prolijo en textos que vinculan el juego de las mecidas con lo celestial y, simbólicamente, con el aire y el viento. Todo en ellos habla de un entendimiento primordial (no consciente) del columpio como rito de ascensión.

La escenografía aérea aparece en coplas propicias al cortejo. Se trata de una actualización constante del viejo motivo del aire-viento , vinculado aquí –como en toda la lírica popular- al poder del amor, la libertad amorosa y el gozo que ésta implica:

Esta es la calle del viento,
la calle del remolino
donde se remolinean
tus amores con los míos.

A los olivaritos
voy esta tarde
a ver cómo menea
la hoja el aire.

Más explícitos se muestran una serie de textos que sitúan directamente en el cielo a la mujer que se mece, transmutando a veces su condición humana en la de paloma, o haciéndola compartir escenario con los astros o con la mismísima Virgen María:

Arremonta los cordeles,
arremóntalos bien altos,
que parece una paloma
la niña que está en lo alto.

La niña que está en la bamba
quiere subir hasta el cielo
para coger una estrella
y ponérsela en el pelo.

Quién estuviera tan alta
como la estrella del norte
para saber con quién anda
mi morenito de noche.

La niña que está en la bamba
del cielo le caigan rosas;
diga usted, moza de gracia,
si se le ofrece otra cosa.

La niña que está en la bamba
vio de brillar una estrella
y era la Virgen María
que estaba cerquita de ella.

Este columpio está abierto,
nunca lo veo cerrado;
pasó la Virgen María
vestida de azul y blanco.

En cualquier caso, es la privilegiada ubicación celestial la que proporciona más indicios sobre el sentido religioso que pudo tener el rito. Muchas son las coplas referidas a acciones que se realizan en un espacio mítico-mágico situado en lo más alto, expresado éste con versos formularios como “Allá arribita, arribita” o “Por las cumbres del amor”:

Allá arribica, arribica,
hay una fuente de oro
donde lavan las mocitas
los pañuelos de los novios.

Por las cumbres del amor
van mis suspiros volando,
arrecógelos, bien mío,
que por ti van suspirando.

Y muchas más las que directamente expresan cómo la mujer divisa desde su trono aéreo al hombre que elige, al que señala entre los otros, al que dirige su mensaje:

Míralo por dónde viene
el que tiene que ser mío,
el que tiene que juntar
su corazón con el mío.

Míralo por dónde viene
el que ayer me despreció,
el mundo da tantas vueltas
que ahora lo desprecio yo.

Míralo por dónde viene,
qué pálido y qué mortal,
ojitos de pillo tiene
pero no me engañará.

Este interesante grupo de textos despliega una iconografía ante la que vale la pena detenerse un momento: la escena se traduce en una voz, la que canta, que ocupa una atalaya, una posición privilegiada desde la que mirar y ver antes que nadie, y en una presencia, la del que se acerca, de la que el canto quiere advertir. El esquema poético no es exclusivo del rito del columpio, sino que se vincula llamativamente a otro corpus lírico de carácter religioso, el de la saeta, en el que pueden encontrarse estrofas como ésta:

Míralo por donde viene
El mejor de los nacidos,
Llenas de espinas sus sienes
Y el rostro descolorido
Que ya figura no tiene.

dejando entrever el tino y el buen gusto de la tradición oral para seleccionar un material literario similar en ceremoniales tan aparentemente distintos. Porque la saeta y la copla al amigo, por encima de sus opciones de actualización (devota y profana), reproducen una situación idéntica, una voluntad de comunicación de la voz poética con el destinatario, un reclamo de atención.

Hasta las primeras décadas del siglo XX, pues, me atrevería a decir que convivieron en el ritual del columpio la fiesta galante y el ceremonial religioso, o por lo menos la confianza entre quienes lo practicaron de que, al mecerse, estando muy cerca del cielo, era posible ser parte de la dimensión sobrenatural de la naturaleza. La evocación que del rito hace Gerald Brenan en su crónica del “año aldeano” de Yegen -el pueblo de la Alpujarra granadina en el que vivió durante los años veinte del pasado siglo- así parece expresarlo:

“Por la tarde [del Domingo de Resurrección], los jóvenes de la aldea se reunían alrededor de los columpios. Los muchachos habían dedicado la noche anterior a erigirlos, frente a las casas de sus chicas, en la calle (…) El balanceo continuaba por las tardes durante dos semanas o más, al son de una canción especial, y sólo la gente en edad de casarse estaba autorizada a tomar parte en la ceremonia, ya que ésta era un ritual para que las cosechas, que acaban de ser renovadas por la muerte y resurrección del Dios, se fortalecieran y crecieran”.

Sentirse parte de la naturaleza (y reconocer, por tanto, en la propia vida, en el propio cuerpo, el ciclo anual de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte) es un pensamiento mítico, propio de las sociedades rurales, hoy extinto en el mundo occidental. Hasta no hace mucho, sin embargo, este pensamiento sostuvo la celebración de algunos hitos trascendentales de la vida humana, que en cada ritual de paso o transición conmemoraba un nuevo estado de cosas. En tal contexto, la fiesta del columpio sirvió -antes que para cortejo entre hombres y mujeres- para entronizar la feminidad, para teatralizar el relevo generacional entre adultas y jóvenes: éstas ocupaban el asiento aéreo vistoso y privilegiado, avisando así de una nueva ocasión de renovar el ciclo de la vida. Situadas en lo más alto, a las muchachas que ocupaban el columpio se les cantaba para exaltar su naciente belleza, y se las identificaba con las flores emergentes de la primavera, y hasta con santas, reinas y vírgenes:

Capullito, capullito,
ya te estás volviendo rosa,
ya se va acercando el tiempo
de decirte alguna cosa.

La madre de esta muchacha
la quisiera conocer
por ver la linda maceta
que ha criao este clavel.

El columpio es un rosal,
la que se mece una rosa,
las dos que están estirando,
¡vaya una cosa preciosa!

Cantadle, que no es viuda,
que no es viuda, cantadle,
que es una amiguita mía
que la quiero más que a nadie.

La niña que está en la bamba
se parece a Santa Rita,
y la que la está meciendo
a Santa Águeda bendita.

¿Sabes a quién te pareces?,
¿sabes a quién te das aire?
A la Madre Dolorosa
y a la Dolorosa madre.

Dicen que la reina ha muerto,
será la de Portugal,
porque la reina de España
¡mira! en el columpio está.

A la niña entronizada del columpio primaveral es inevitable relacionarla con las mayas, que durante siglos encarnaron la divinización de la primavera y de lo femenino en pueblos y aldeas de España. A propósito de ello, recoge José Manuel Fraile un testimonio decimonónico que, por otra parte, habla del acompañamiento en la escena de la vieja o mojigona, representante de esa feminidad caduca que la maya debe destronar:

“En lo que a la maya toca, sabemos por un texto de Don Basilio Sebastián de Castellanos (1807-1891), que recrea la fiesta que nos ocupa en los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, que en el cortejo de la maya iba también: ...la mojigona, que era una mujer vieja alquilada para el caso, vestida de maya y coronada de ristras de ajos y otras cosas extravagantes que debía mover a risa por sus muecas y gestos... Los mozos, que apenas intervenían en esta festividad femenina organizaban a su vez una réplica burlesca eligiendo a la mojigona como maya, como maya suya, vestida de trajes arcaicos guarnecidos de cáscaras de huevos, con guindillas por pendientes y ajos y cebollas por collares, era entronizada en un lugar próximo.”

Una imagen muy similar relata Manuel Garrido Palacios en esta escena contemplada en la fiesta del columpio de El Gastor (Cádiz):

“Las viejas desdentadas empujan la bamba y gritan lo que ofrecen: Arremóntala bien alta. / tira bien de los cordeles, / que parece una paloma / la niña que va en la bamba”.

Y aún más detalles dan las propias coplas recogidas en Andalucía y, en concreto, esa parte del repertorio en la que se le puede tomar el pulso al proceso de carnavalización que en algún momento pudo producirse en el rito. Los textos aquí llegan incluso a recoger el ornamento burlesco de la mojigona antigua (los ajos) y se desenvuelven en una poética diferenciada, componiendo imágenes relacionadas con el feísmo de la estética carnavalesca, y trocando la idílica belleza femenina en representaciones grotescas, escatológicas, repulsivas, e incluso demoníacas:

María, pescuezo largo,
no te pongas gargantilla,
ponte una ristra de ajos
y en ella una cencerrilla.

La niña que está en la bamba
se parece a San Antonio
y la que la está meciendo
al mismísimo demonio.

Arremonta los cordeles,
arremóntalo al tejao,
que se la coman los gatos
que parece un bacalao.

La niña qu´ está en la bamba
Parese una candileja,
Y las dos que están mesiendo
Son dos arcusiyas viejas.

La niña que está en la bamba,
cara de limón podrío,
que se parece a mi gato
cuando está descolorío.

La que está en er columpio
Tiene unos pies,
Que paresen escobas
De montañés.
Tiene unos ojos,
que paresen ochabos
Yenos de mojo.

Eres más chica que un huevo,
más derecha que un jocino,
más blanca que una sartén
harta de freír tocino
y no fregarla en un mes.

Este juego nada galante que en ciertos casos fue el columpio sitúa la fiesta en el umbral de su desintegración en el mundo adulto y de su acogida en la tradición infantil, que –como se sabe- conserva en la dimensión del disparate y el sinsentido lo que en otro tiempo pudo pertenecer a la lógica de los mayores. Apeado el columpio de su primitiva ritualidad, a la niña-maya que se mece no la piropearon en las últimas décadas encendidos pretendientes, sino que la maldijeron y amenazaron otras niñas que competían por ocupar el trono del juego, y cuyos labios entonaron cancioncillas que, por última vez, traían el eco de antiguos ensalmos y oraciones, y que nos devuelven a la religiosidad esencial del primer columpio de Erígone:

La chica, la grande,
la de mi tío Juan Fernández
que fue a mi corral
por una hojita de nogal,
zumba la zumbaera,
cruz de palo,
cruz de hierro,
en la puerta del infierno
hay un cuerno
lleno de aceite.
Quien no se baje
se le caen los dientes.
A la una, a las dos y a las tres.

lunes, marzo 08, 2010

Exilio y melancolía del teatro popular de Casona



EXILIO Y MELANCOLÍA DEL TEATRO POPULAR DE ALEJANDRO CASONA

Publicado en Exilio y Artes escénicas - Arte eszenikoak erbestean (coord. Iñaki Beti Sáez y Mari Karmen Gil Fombellida). Editorial Saturraran - Hamaika Bide - Universidad de Deusto. San Sebatián, 2009, págs. 157-175

El regreso a España de Alejandro Casona desde el exilio argentino en 1963, cuando aquí se vivía uno de los peores momentos de represión y de lucha contra la Dictadura, estuvo rodeado de polémica. Pese a que el autor se había negado en las décadas anteriores a que sus obras fueran representadas en “la España de Franco”, y pese a que explicó que su vuelta se producía, ante todo, por una extrema melancolía y por “una premonición de la muerte que es la voz de la sangre” , el éxito mayúsculo que sus obras obtuvieron en los años sesenta –conocido como “Festival Casona”- fue interpretado como una deserción política del autor, e incluso como una adscripción interesada al Régimen con el que era tan necesario acabar. Con el paso del tiempo, tales críticas han ido produciendo una lectura sesgada de la producción teatral y del compromiso ideológico de Casona. En dicha interpretación sólo se ha tenido en cuenta su “teatro burgués”, discriminando el teatro popular y haciendo, en todo caso, una lectura parcial del primero.
El corpus de ese teatro popular lo forman las cinco piezas breves reunidas en el Retablo jovial, publicado en Buenos Aires en 1949; la comedia La molinera de Arcos, estrenada en la capital argentina en 1947; y las cinco farsas infantiles repetidamente representadas en México, Cuba, Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Uruguay y Argentina desde 1937.
La composición de tales obras se sitúa en momentos y en geografías distantes. Entre 1932 y 1936, coincidiendo con su etapa como Director del Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas, Casona escribió Sancho Panza en la Ínsula y Entremés del mancebo que casó con mujer brava (las dos primeras piezas del Retablo jovial), así como El lindo don Gato, una farsa infantil probablemente destinada a incorporarse al repertorio del Retablo de Fantoches, la compañía de títeres de las Misiones. Entre 1937 y 1938, en el deambular por tierras centroamericanas del recién iniciado exilio, se escribieron el resto de las obras infantiles, que en aquel momento vinieron a remediar los apuros económicos por los que pasaba la compañía teatral de Díaz-Collado: Pinocho y Blancaflor, El gato con botas, El hijo de Pinocho y Pastorcillos de Belén (primera versión de lo que en 1951 se estrenaría en Montevideo con el título de ¡A Belén, pastores!). En la década de los cuarenta -ya instalado Casona en Buenos Aires- puede fecharse la composición de La Molinera de Arcos, y también la del resto de las obritas del Retablo jovial: Farsa del carnudo apaleado, Fablilla del secreto bien guardado y Farsa y justicia del Corregidor.
En una observación de las distintas etapas de creación de este teatro popular, se percibe fácilmente el paso de unos textos hondamente arraigados en la tradición a otros textos en los que esa misma tradición se desvanece, dando lugar a una invención casi romántica del folklore español y, en cualquier caso, a una visión distante, idealizada, acrónica y utópica de la realidad de España. En el mismo sentido, el discurrir de un teatro local a un teatro desterrado (y utilizo este último término en el sentido que le da Aznar Soler, 1999) desemboca en un teatro apátrida, desreferencializado, que, no obstante, conserva la voluntad pedagógica y el compromiso social que inspiró las primeras obras del período republicano.
Porque la pedagogía –que en Casona debe traducirse como la fe inmensa en acceder a la felicidad a través de la educación- anima este teatro popular desde sus orígenes, incluso desde su prehistoria. Aquí habría que situar la influencia del ideario educativo de su madre, Faustina Álvarez, la primera inspectora de enseñanza primaria del país, cuyos principios llevaría Casona a la dramaturgia con el estreno, en 1936, de Nuestra Natacha, una obra que denuncia lo autoritario y represivo de la educación, y hace una propuesta regeneracionista y utópica basada en la igualdad y en la libertad del individuo.
Decisivo también resulta el contacto del autor con la vanguardia escénica madrileña de los años veinte, personalizada en grupos de teatro libre como El mirlo blanco o El cántaro roto (Díaz Castañón, 1990: 46). De esta emergente renovación de la dramaturgia urbana aprende fundamentos esenciales de su futuro teatro popular, a saber: el efectismo que se obtiene de la fusión de primitivismo y vanguardismo, y la validez de escanciar en un nuevo lenguaje elementos de la vieja tradición. Aprende, en fin, los principios de la reteatralización, una concepción de la puesta en escena en la que, tan pertinente como el texto literario, resulta la música o el gesto, y en todo caso, la expectación y el divertimento del público.
Arriba el asturiano con estos presupuestos (y con su irredimible vocación de maestro) a Les, una pequeña aldea del Valle de Arán, con cuyos niños va a emprender su primera gran experiencia teatral. En Les funda El pájaro pinto, una pequeña compañía de “repertorio primitivo, commedia dell´arte, y escenificaciones de tradiciones en dialecto aranés”, a la que recordará en el exilio con satisfacción: “Tuvimos éxito. Se entretuvieron los más chicos y quedó prendida en la mente de los mayores una lección, una enseñanza, un aletazo a la imaginación” (Rodríguez Richart, 1963).
Con estas alforjas llega Casona al ilusionado Madrid de 1931 para –a propuesta de Manuel Bartolomé Cossío- hacerse cargo de la dirección del Teatro del Pueblo (Rey Faraldos, 1992), al frente del cual permanecería hasta 1936. De la dimensión sentimental e intelectual de esta experiencia ha dejado el autor testimonios reveladores. Uno de los más significativos es el que publica en Argentina en 1941, Una misión pedagógico-social en Sanabria, que reproduce la Memoria que en 1935 redactara para el Patronato de las Misiones Pedagógicas (Rodríguez Richart, 2003). La llegada de los misioneros a Sanabria en el verano de 1934 instala al autor en la conciencia social que explica buena parte de su obra posterior: “El choque inesperado con aquella realidad brutal nos sobrecogió dolorosamente a todos. Necesitaban pan, necesitaban medicinas, necesitaban los apoyos primarios de una vida, insostenible con sus solas fuerzas (…) y sólo canciones y poemas llevábamos en el zurrón misionero de aquel día”. La pedagogía teatral casoniana, a partir de ese momento, parece cobrar un sentido integral: se refiere no sólo a la formación artística de los que habitan la periferia de la cultura, sino a su incorporación como ciudadanos de pleno derecho en el progreso social. Relevante es también el prólogo con el que encabeza la primera edición del Retablo jovial (1949: 9-14), en el que destila las directrices básicas de su teatro popular, claramente interpretables en el marco del ideario krausista alentado por Manuel B. Cossío y Antonio Machado. La primera directriz está condensada en un postulado de Juan de Mairena del que Casona se hace eco: “En nuestra literatura, todo lo que no es folklore es pedantería”. La segunda emana del compromiso que Cossío vinculó a la labor de las Misiones Pedagógicas: devolver al pueblo lo que es del pueblo.
Para iniciar esa “democratización de la belleza” que postulaban las Misiones Pedagógicas, Casona echa mano de sus venerados clásicos, especialmente de los comediógrafos del Siglo de Oro, en su opinión “los acuñadores artísticos de esa plata redonda de curso legal en todo tiempo y lugar” que es el “verdadero” teatro popular. El primer repertorio del Teatro del Pueblo reúne, así, farsas, jácaras, entremeses, mojigangas o églogas de Lope de Rueda, Cervantes, Juan del Encina, Lope de Vega y Calderón, junto a algún sainete de Ramón de la Cruz y alguna pieza de Molière. Posteriormente el director del Teatro del Pueblo se decide a ampliar el repertorio con algunas adaptaciones propias: éste es el origen de Sancho Panza en la Ínsula (“recapitulación escénica de páginas de El Quijote”) y del Entremés del mancebo que casó con mujer brava, recreación de uno de los enxiemplos de El Conde Lucanor.
Siendo recreaciones de obras literariamente elaboradas, el dramaturgo se limita en estas primeras piezas a buscar “con el máximo respeto, la equivalencia dramática de la narración, sin visibles alteraciones en la fábula y los personajes, trasladando al diálogo escénico, discretamente remozados, el lenguaje y el tono originales” (1949: 12). Se trata, sobre todo, de hacer llegar al público el patrimonio cultural del que el propio público forma parte y que, en su momento, autores como Cervantes o Don Juan Manuel pudieron cristalizar en sus obras. Se trata, sobre todo, de mostrar la obra clásica en su perpetua actualidad, en su capacidad pedagógica para, desde el pasado, explicar el presente. Hay, en todo ello, una fe ciega en la “inteligencia de los primitivos”, que Casona venía celebrando desde la época de El pájaro pinto:
Por esto mismo (por su inocencia no pervertida por esa semicultura de pan llevar que tanto estorba al arte en las ciudades) consideramos que el teatro primitivo había de ser gustado aquí con el mismo calor que en la época en que se escribió, y no creo equivocarme: he tenido el placer de ver a un público rural aplaudir y gozar a Cervantes con una comprensión y un entusiasmo inesperados .

Matices algo distintos presenta la obrita titulada El lindo don Gato, recreación escénica del popular romance que desde el Siglo de Oro ha ido corriendo de boca en boca y formando parte del repertorio de los niños. Este “romance-pantomima en dos tiempos” parece limitarse a la representación de la conocida rueda infantil en una versión estándar de la misma, arropada por un coro de niñas, juglares y juglaresas que enmarcan la acción gatuna. En tal sentido, la re-creación casoniana está en la línea de otras similares realizadas por distintos autores para el Retablo de Fantoches. Pero la traza final de El lindo don Gato va más allá, y la valoración a la que obliga el texto completo trasciende con mucho la de una simple recreación culta del texto tradicional.
La pantomima pone en marcha todos los recursos aprendidos por el autor en un doble ámbito: el de la renovación escénica urbana de los años veinte, y el de la tradición oral de carácter popular. Parte, pues, de esa fórmula de ensamblaje de primitivismo y vanguardia consagrada en la Edad de Plata por Valle-Inclán o García Lorca, y pone en práctica una esencial recuperación de la farsa, un género que “renace de sus cenizas en el primer tercio del siglo XX” (Peral Vega, 2004: 439), desarrollándose con una clara impronta carnavalesca para así entroncar con el teatro popular del Siglo de Oro. El lindo don Gato es la mejor muestra del hallazgo casoniano referido al teatro infantil: explica hasta qué punto es “natural” la identificación entre la comicidad rústica de la clásica farsa y la poética oral de los niños, y explica por tanto esa arquitectura esencial que Casona asigna a su dramaturgia popular:
Finalmente, bien comprendo que, tanto por la ingenuidad primitiva de sus temas como por el retozo elemental de su juego –chanfarrinón de feria, dislocación de farsa, socarronería y desplante campesinos- no son obras indicadas para la seriedad de los teatros profesionales. Si a alguien puede interesar será a las farándulas universitarias, eternamente jóvenes dentro de sus libros, o al buen pueblo agreste, sin fórmulas ni letras, que siempre conserva una risa verde entre la madurez secular de su sabiduría. (1949: 13-14)

Al hilo de El lindo don Gato tuvieron que ser escritas las restantes farsas infantiles que, no obstante, se distancian de la pantomima por ese desvanecimiento de la propia memoria cultural que mencioné al principio. El gato con botas, Pinocho y Blancaflor, El hijo de Pinocho y ¡A Belén, pastores! siguen recreando, bien es verdad, elementos medulares de la memoria infantil, cuentos incardinados en el imaginario de los niños o escenas cruciales de la religiosidad popular; pero lo hacen apartándose de textos específicos, de un patrimonio particular, y buscando la validez universal del argumento. La invención de múltiples personajes y situaciones por parte del autor encamina su teatro popular hacia esa condición apátrida que anega su obra desterrada, que da un papel subsidiario a la identidad cultural, y que terminará por conceder primacía a lo mágico y sentimental. (Ruiz, 2008a)
Las piezas del Retablo jovial creadas en el exilio dan también cuenta de ese mantenimiento de la voluntad pedagógica del teatro popular que, en tal sentido y por encima de todo, quiere ser eficaz ante cualquier público.
La farsa del cornudo... es una recreación de la historia LXXVII del Decamerón, mientras que La fablilla del secreto bien guardado y la Farsa y justicia del Corregidor son adaptaciones de cuentos de tradición oral. Según declaraciones de Casona en el prólogo, la primera de estas obritas “procede de un cuento popular italiano del que sólo conozco el tema”, y la segunda “de un apólogo oriental, recogido del dialecto cairota y divulgado en las escuelas de España por mi fraterno amigo Herminio Almendros en su libro Pueblos y Leyendas” (1949b: 13). Operando sobre la tradición anónima, Casona actúa “con total libertad”, de modo que no se siente “comprometido” ante un discurso originario (como pudo ocurrirle, por ejemplo, con Sancho Panza) y transforma en lo necesario trama, situaciones y personajes hasta obtener un texto educativo.
Al mismo tiempo, la fidelidad al argumento original es secundaria. Más que en la utilización del tema, la tradición se hace presente por el empleo de recursos discursivos adscritos a la oralidad primitiva. Así, la Fablilla se sostiene sobre el juego antiquísimo y universal del mundo al revés (Pelegrín, 1996: 87-108), convertido aquí en ideario escénico; mientras que el atropello, el absurdo y las retahílas de los diálogos de la Farsa y justicia... reproducen ajustadamente el ritmo de la pantomima. Todo deviene, en fin, en la expresión de un mensaje formativo y “anti-pedagógico”, muy en la línea del ideario desarrollado por Cossío para las Misiones: la necesidad del desorden, de la mentira festiva, de un acceso libre al conocimiento de las cosas.
Tal libertad a la hora de recrear la tradición y, en consecuencia, tal pérdida de referencias concretas, se hacen extremas en La molinera de Arcos, una obra que, por lo demás, evidencia mejor que ninguna otra pieza de este teatro popular la melancolía de la España del destierro.
Quizás no resulte gratuito considerar que la composición de La molinera coincide más o menos en el tiempo con la de La dama del Alba, estrenada en Buenos Aires en 1944. La dedicatoria de esta obra reza: “A mi tierra asturiana: a su paisaje, a sus hombres, a su espíritu”, y la propia obra, en expresión de Casona, procura expresar “un sentido y sentimiento de tierra que exacerba notablemente el destierro”. Siendo evidente su “asturianismo”, La dama del alba es, sin embargo, la más poética y universal de las creaciones casonianas, la que inaugura esa atmósfera mágica que se perpetuará en su teatro (Rodríguez Richart, 2005), responsable precisamente de las críticas por la ausencia de compromiso social.
La creación de La molinera, pues, se ubica en un período de nostalgia extrema. Casona, que en los primeros años del exilio mantuvo la esperanza de que la situación social y política española diera un vuelco, ha desechado ya esa idea, dando el regreso por imposible, y empieza a repensar y a echar de menos su labor para el Teatro del Pueblo, su compromiso pedagógico republicano, al que vuelve sin que le esperen los aldeanos españoles, sino otro público con otro idioma y con otra memoria.
Desde esta discronía y desubicación, el autor se embarca en la recreación de un tema folklórico de honda raigambre en la cultura popular española, se suma a la cadena de su tradición como un eslabón más de la misma -“No sé si será la Molinera 38, pero seguramente no ha de ser la última”(2007: 103)- y lo resuelve en una comedia plagada de referencias locales que, a la vez, se propone como una utopía para cualquier sistema social de cualquier tiempo, es decir, en una obra apátrida.
En su nota preliminar a La molinera, Alejandro Casona declara haberse inspirado directamente en la obra de Pedro Antonio de Alarcón, El sombrero de tres picos (1874) y menciona, además, su conocimiento de esta “relación tradicional” por vía de romancillos, jácaras, canciones, cuentos y proverbios. El propio Alarcón ya se refiere a ello en su prefacio cuando menciona que la “historieta vulgar” que sirve de fundamento a su novela se la oyó referir, en su niñez, a Repela, un “zafio pastor de cabras que nunca había salido de la escondida cortijada en que nació”. Con buen olfato para la tradición, el autor de El sombrero de tres picos sigue informando en el mismo texto de la prolongada vida oral y escrita de la historia, y alude a otras versiones orales oídas a “graciosos de aldea y de cortijo”, a unas cuantas impresas divulgadas en romances de ciego, y a la publicada por su contemporáneo Agustín Durán en su Romancero general (1849-1851).
Desde muy temprano, pues, el cómico adulterio había calado de lleno en el gusto popular, y lo más seguro es que desde fecha indeterminada la historia anduviese no sólo de pliego en pliego, sino también de boca en boca, formando parte de una tradición oral que –a juzgar por los testimonios recogidos en el siglo XX- llegó a ser enjundiosa. El propio Casona transcribe los primeros versos de una “letrilla folklórica… recogida en Ávila”, publicada por Schindler en su famosa compilación Música y poesía popular de España y Portugal (1941): “En cierto lugar de España /había un molinero honrado / que ganaba sus sustento / con un molino alquilado. / Y era casado / con una moza / como una rosa. / Y era tan bella / que el Corregidor, madre, / se prendó de ella...”
No es improbable que Casona, además de la versión de Schindler y de los “romancillos, jácaras, canciones…” de los que dice tener noticia, hubiera acertado a oír alguna vez en vivo el cantar: quizás en su niñez rural de Asturias y, con más certeza, en su trasiego por pueblos y aldeas como Director del Teatro del Pueblo y colaborador de las labores musicológicas de Eduardo M. Torner, durante los activos años de las Misiones Pedagógicas.
Pero el hilo de las recreaciones es, antes de Casona, aún más rico. Ajenas en su naturaleza a la mencionada tradición oral, hay en las primeras décadas del siglo XX una serie de piezas cultas, de carácter teatral y musical, que no pueden perderse de vista a la hora de entender ciertos aspectos de la composición dramática de La molinera de Arcos.
La más conocida de éstas es, sin duda, el ballet de Falla, estrenado en Londres en 1919 con escenografía de Picasso, bajo el título de El sombrero de tres picos (o El tricornio). Antes de su estreno londinense, sin embargo, y antes de tomar idéntico título al de la novela de Alarcón, Falla y los Martínez Sierra (Gregorio y María) llegaron a estrenar en el Teatro Eslava de Madrid, en 1917, El corregidor y la molinera, una farsa mímica o pantomima en la que los libretistas habían partido de la referencia alarconiana, del texto publicado por Durán y quizás de los pliegos conocidos en los primeros años del siglo XX (Rubio Jiménez, 1995).
Lo trascendental que estas puestas en escena tienen para la obra de Casona reside –a mi entender- en que es en ellas donde el autor de La molinera de Arcos intuyó el giro necesario que para sus intereses necesitaban, por un lado, el relato costumbrista de Alarcón y, por otro, el material tradicional “sin pulir” de las versiones impresas y orales por él conocidas.
En tal sentido, Alejandro Casona participa decididamente de las reflexiones sobre la tradición gestadas por la vanguardia artística española en las tres primeras décadas del siglo XX, representadas por obras emblemáticas de la Generación del 27 (Marinero en tierra, de Alberti, o Romancero gitano, de Lorca), y particularmente por productos teatrales que principiaron a renovar en profundidad el panorama escénico, y a los que el verano del 36 echó a perder de forma trágica. Ese nuevo teatro planteaba un cambio espectacular del quehacer dramático, alejándolo del costumbrismo y de la ramplonería anterior y concibiéndolo como un crisol de texto, música, gesto, danza y escenografía. Planteaba –en palabras de sus mismos gestores- una reteatralización, al servicio de una manera nueva de operar sobre la tradición, y al servicio de un público para el que el teatro debía ser una esencial vía educativa. Las colaboraciones entre Falla y los Martínez Sierra, enmarcadas en el “Teatro de Arte”, tienen ese sentido, y lo mismo puede decirse para el puñado de puestas en escena que llevaron a cabo Federico García Lorca y Cipriano Rivas Cherif, ayudados por una entusiasta Margarita Xirgu que en el estreno de la lorquiana Mariana Pineda llegó a exclamar: “¡Mueran los Quintero!” (Gil Fombellida, 1999).
Alejandro Casona parte de las claves de la novela alarconiana y de los textos cantados y contados por las gentes durante dos siglos, pero lo hace buscando una forma feliz de pedagogía y desahuciando las convenciones morales más involucionistas.
La distancia marcada por la pantomima y el ballet de Falla respecto a la obra de Alarcón es crucial en la interpretación casoniana del mito de la Molinera. En primer lugar, porque con estas piezas la novela costumbrista alcanza envergadura dramática, en un contexto artístico donde precisamente se predicaba la posibilidad de convertir en obras teatrales una serie de materiales sin esa condición originaria. En segundo lugar, porque el acoplamiento de la música y la danza a la fábula va a permitir que Casona reconozca tal combinación como natural, necesaria incluso, y que conciba las escenas, los personajes y el discurso mismo de su obra con un sentido musical. Y en tercer lugar porque la farsa mímica encara el conflicto moral del adulterio desechando el maniqueísmo y el paternalismo impuestos por Alarcón, y recuperando el naturalismo del relato tradicional, su ambigüedad moral y su despreocupación por el decoro y las buenas costumbres.
Casona reconoce en Alarcón, efectivamente, el valor de “la novedad artística”, es decir, el talento de pulir con destreza “culta” lo que, en el ámbito “popular”, aparece romo o grosero, y en cualquier caso alejado de valores literarios tan imprescindibles –para él- como la verosimilitud y el didactismo. Es por eso que su Molinera elude el doble adulterio tan celebrado en los pliegos y en la tradición oral, optando por el desenlace alarconiano. No obstante, Alarcón parece renunciar al agitado desenlace popular a favor de cierto moralismo que no se aprecia en Casona, y que ya en el ballet de Falla había desaparecido. Es innegable, en tal sentido, que la novela decimonónica, muy apegada al romanticismo tradicionalista de su autor, evidencia un sesgo doctrinal y maniqueísta dominante, un empeño en que la crisis moral que viven los personajes se resuelva con un reordenamiento de sus papeles en la sociedad, el cual se hace explícito en la moraleja a favor de la fidelidad matrimonial.
Frente a lo cual Falla y los Martínez Sierra apuestan por un final inconcreto, dejando en el aire la duda de la posible relación adúltera entre el Molinero y la Corregidora. Una opción que les viene dada a los autores por la necesidad de eliminar “lo falsamente popular de las intenciones del relato de Alarcón (…), la máscara que oculta la desnaturalización del tema tradicional” (Rubio Jiménez, 1995: 204-205) y, en definitiva, por la incorporación a la leyenda de las formas artísticas primitivas.
Por su parte, Casona, descartando la consumación de los adulterios, eleva a rango de peculiares heroínas a dos mujeres: Frasquita, cuya condición humilde no está reñida con la decencia y la nobleza de carácter, y Mercedes (sólo un figurón en el ballet de Falla), que se engrandece en el retrato de esposa insatisfecha pero con valentía de sobra para reconocerlo y no vengarse con mezquindades. Una y otra –solidarias entre sí- son las que evitan el engaño, pese al comportamiento inmaduro e insensato de sus respectivos maridos. Con la Molinera y la Corregidora (indudables protagonistas aquí) Casona aborda la reteatralización de la leyenda con obediencia a la regla de la verosimilitud, pero entendiendo ésta no desde el adoctrinamiento moral de Alarcón, sino desde la convicción pedagógica de que se aprende de lo posible, no de lo improbable. Al autor de El sombrero de tres picos le interesaba extirpar el pecado de la narración popular, por lo que eliminó la transgresión de la Molinera (adúltera por voluntad) y la de la Corregidora (más que adúltera, víctima del engaño, del disfraz y de la oscuridad), poniendo así “las cosas en su sitio”. A Casona le interesa extirpar el determinismo social, demostrar que, antes que ricas o pobres, sus personajes femeninos son mujeres inteligentes –ambas- y, por tanto, capaces de alterar la jerarquía marital en busca de una solución justa.
En otro orden de cosas, la re-creación casoniana sigue incidiendo en la propuesta de regeneración social mediante el factor histórico. Como se comprueba una y otra vez a lo largo del texto de La Molinera de Arcos, la España provinciana de 1807 lleva en su entraña el conflicto político y social que más de un siglo después desencadenará el definitivo enfrentamiento de la Guerra Civil. Me parece indudable que Casona tiene presente esta idea en todo momento, y que su perspectiva distanciada y dolorosa de exiliado le concede una especial destreza para exponerla. El inicio del siglo XIX no es desde luego aquí -como en Alarcón- un espacio pintoresco aún virgen de convulsiones sociales, sino el marco en el que pueblo y nobleza comienzan a confundirse, y en el que la necesidad de apertura moral de unos cuantos se topa de frente con un sistema férreamente custodiado por la Iglesia, el Ejército y el propio orden familiar.
Casona, pues, en su proceso re-creativo, está más pendiente del material popular que lleva en sus alforjas que de la obra de Alarcón, que le ofrece unos personajes, una estructura y unas referencias costumbristas ciertamente útiles para llevar la acción a las tablas, pero que no pone a su disposición ese sentido de “propiedad comunal” que el asturiano reconoce ineludiblemente adscrito a la historia, y que explícitamente se compromete a respetar. Siempre por encima de la referencia alarconiana, La molinera de Arcos re-crea el patrimonio poético-musical hispano, así como un puñado de elementos míticos engastados en la memoria colectiva de un pueblo al que Casona intenta, una y otra vez, devolver lo que es suyo.
Quizás donde más se evidencia este sesgo neopopularista de la obra sea en la dimensión misma que la figura femenina y su sentimiento más característico –el amor- adquieren. Tanto Frasquita como Mercedes son, en este sentido, mujeres casi lorquianas. La una restalla amor sensual, libremente elegido, y vincula su ser a motivos esenciales de la tradición erótico-amorosa (el viento, el rubor, el pañuelo...), compartiendo su esencia con mujeres tan significativas como la Adela de La casa de Bernarda Alba. La otra es una delicada recreación de la centenaria malcasada: obediente al matrimonio impuesto por sus progenitores, resignada a la ausencia del marido, yerma (Yerma), melancólica en su infelicidad, y transida de anhelos eróticos que la atormentan. Representan respectivamente el amor en sus dos grandes opciones: cercano a la naturaleza, espontáneo, desinhibido; o domesticado, ceñido a obediencias, impuesto por exigencias familiares.
La dramaturgia del Siglo de Oro y, más particularmente, su dimensión social, está presente en la médula misma de La molinera de Arcos, es decir, en su intención política y pedagógica. Al respecto, es reveladora una de las últimas acotaciones de la escena quinta, referida a Frasquita, y al momento en que la Molinera se dispone a juzgar públicamente el comportamiento del Corregidor: “Frasquita se levanta, empuñando con una dignidad natural la vara de Sancho y Pedro Crespo”. La escena prosigue con una intervención solemne de la mujer, cuya palabra legitima las acciones adecuadas en la Administración Pública, el Ejército y la Iglesia, y condena al mismo tiempo las inadmisibles. De esta forma, el intento de adulterio ejecutado por don Eugenio de Zúñiga trasciende el ámbito doméstico, alcanzando una envergadura política:
FRASQUITA.- Señores: Había una vez un hombre a quien le estaba confiado el más noble de los oficios: velar por la paz, sostener a los débiles, amparar a los pobres y defender la vida y la honra de todos. Una noche aquel hombre olvidó sus deberes, y el sostén de los débiles se volvió contra ellos; el amparo de los pobres los mandó atar con codo, y el defensor de la honradez se convirtió en salteador de hogares y de honras.

Tal conclusión hace más que explícita la cuestión que, en este orden de cosas, ha servido de cañamazo ideológico a la obra desde la primera escena: la justicia social. La defensa de los derechos de los oprimidos (pobres y mujeres), la crítica a una clase pudiente habituada a la trampa y al abuso del poder, la ridiculización de un clero, un ejército o un gobierno que anteponen prebendas particulares a sus deberes de servicio a la comunidad, son así postulados latentes en el texto de Casona, ineludiblemente vinculado por ello a su ideario regeneracionista republicano.
No encuentra Casona mejor escenario para hablar, desde el exilio, de su país (y de la más reciente y trágica peripecia de su país) que la España de 1807: escindida por la cercana Revolución Francesa en dos bandos, y atormentada por la transformación inminente de los roles sociales en una nueva estructura que muchos auguran peligrosa. La España conservadora y mojigata, involucionista y xenófoba, endogámica por demás, está hasta grotescamente representada por el coro de recatadas esposas a las que rechina el minué interpretado por la Corregidora, escandaliza que la Reina vaya a los bailes populares vestida de manola y sofoca que la Molinera cruce la plaza del pueblo con mantilla de madroños, brazos al aire y mirada desafiante; pertenecen asimismo a ese universo quienes obtienen el propio lucro a través de la autoridad, el poder y el dinero: los maridos, con absoluta disponibilidad para ser infieles (el Corregidor, el Comandante y el Fiscal), el Deán, y hasta Garduña, ese arribista, traidor de su clase y heredero indigno de los pícaros del Siglo de Oro. A la España anhelada por Casona, entrevista en los años de las Misiones Pedagógicas y añorada desde el exilio, la representan, por su parte, fundamentalmente las mujeres protagonistas (Frasquita y Mercedes) y, con ellas, los que encarnan el pueblo: el Ama y sus sabias consejas, la Caracola, su guitarrista y sus gitanillos bailarines, y otras figuras apenas mencionadas, compadres todos del Molinero, como Toñuelo, Curro Colindres o Maria Antonia la Julepa. Son ellos los que dan estampa a ese “cuadro de colorido goyesco y propiedad comunal” que a Casona le seduce en la leyenda de El corregidor y la molinera.
El enfrentamiento entre estos dos mundos –y el incuestionable valor del segundo- se articula asimismo en la distribución espacial de las escenas, y en la irrupción más o menos oportuna en cada espacio de personajes provenientes del contrario. De este modo, las dos primeras escenas desenvuelven una dinámica paralela, ubicada respectivamente en el palacio y en el molino. La palaciega establece un escenario suntuoso (“saloncillo plateresco…”) en el que la moral constreñida e hipócrita de las mujeres recatadas se encuentra cómoda, pero no así Mercedes, que suspira por la música francesa y por los aires populares de la guitarra; ni el Ama, que no encuentra mucho sentido a que las esposas mantengan el fingimiento de la “caza nocturna” de sus cónyuges. La del molino se ubica en el retrato etnográfico de la pobreza del bienestar, habitada por un matrimonio, el de los molineros, libremente elegido y basado en el amor. La Molinera irrumpe primero en el palacio como un elemento distorsionador, puesto que su sola presencia y, sobre todo, la complicidad que de inmediato establece con la Corregidora, provocan el temor del pretendiente a adúltero y el escándalo entre las damas. La Corregidora irrumpirá después en el molino, también como elemento distorsionador, ya que su participación en una actividad pública (y por lo tanto masculina) hace tambalear las cómodas convicciones de los representantes de la Justicia, la Iglesia y el Estado.
Así las cosas, la oposición palacio/molino parece estar al servicio de una propuesta política esencial, que podría formularse como la necesidad de disolver las desigualdades, terminando por tanto con los privilegios de clase. Tales privilegios no tienen que ver tanto con lo material como con valores más intangibles como la dignidad o el respeto. En tal sentido, Casona no hace tanto hincapié en la pobreza o la falta de recursos como en la injusta ausencia de derechos que padecen los pobres: “Los pobres no tenemos honra, Lucas” –sentencia de Toñuelo- atina perfectamente a resumir la idea, ratificada una y otra vez por los padecimientos que otros personajes del pueblo sufren ante el acoso y la presión de los ricos. Al mismo tiempo, el contraste entre la vida palaciega y la aldeana contiene un mensaje estrictamente pedagógico, habitual por otra parte en el teatro de Casona: la cultura libresca y dirigista no lleva a la felicidad (Díaz Marcos, 2004), actualizado aquí fundamentalmente en las figuras respectivas de Mercedes y Frasquita, llena de anhelos de una existencia libre la primera y colmada en su aldeano bienestar la segunda.
Si la conciencia política del texto se sitúa en la tensión entre pobres y ricos, la conciencia pedagógica –más explícita, si se quiere- lo hace en la que se establece entre mujeres y hombres, y toca en la médula misma de la organización social: la familia. La propuesta de regeneración de la obra pasa así por el reconocimiento ineludible de que hombres y mujeres compartan espacios públicos y privados, y por que la costumbre no se imponga como ley ad infinitum. En tales coordenadas se sitúan varios momentos emblemáticos del texto: las críticas de las damas recatadas a la Molinera (“Gente sin raíces, que viene de fuera a corromper las costumbres”) y al propio apego de la Corregidora por los usos del pueblo, sinónimos de desorden y escándalo; la alteración producida por la visita ya mencionada de las mujeres al molino; o la decisión de las dos protagonistas de que sean las mujeres, por una vez, las que dicten sentencia (“Los hombres lleváis demasiado tiempo haciendo justicia y ya tenéis callos de costumbre. Ahora, por una vez, vamos a hacer justicia las mujeres”).
El enfoque eminentemente pedagógico de tal tesis deviene en el retrato de la Molinera y en la incorporación a la historia tradicional de la Corregidora que –recordemos- aparece por primera vez en la cadena de re-creaciones con un claro protagonismo, inexistente en la tradición popular, en la novela de Alarcón e incluso en el ballet de Falla. Casona construye a estas dos mujeres a partir de referencias literarias, vitales y pedagógicas y, con ellas, propone una nueva manera de convivencia social que late en todo momento bajo una obra que quizás hubiera tenido como título más exacto La Molinera y la Corregidora.
La aproximación al mundo femenino del escritor de Besullo en el momento de encarar la creación de La molinera de Arcos tiene una larga trayectoria. En lo que a producción dramática se refiere, el tema ya está muy presente en su teatro de preguerra, tanto en las piezas de más envergadura (Nuestra Natacha o La sirena varada) como en las menores destinadas al Teatro del Pueblo (Entremés del mancebo que casó con mujer brava), y aparece de modo recurrente en la etapa del exilio, igual en dramas de invención propia (La tercera palabra o Las tres perfectas casadas) que en diferentes adaptaciones del repertorio clásico (El anzuelo de Fenisa o El burlador de Sevilla). De modo unánime, la crítica reconoce como evidente que en todos los casos la representación de la mujer surge de la preocupación y la reflexión crítica de Casona por la polémica “cuestión femenina”, crucial en las primeras décadas del siglo XX español, y se materializa en unos personajes constantemente positivos que tienen en sus manos misiones trascendentales: quebrar el sistema patriarcal opresor y, con él, la injusticia social; educar en la igualdad y en un nuevo orden de cosas a las generaciones posteriores; y ampliar la vinculación exclusiva de la feminidad tradicional con el mundo afectivo al terreno del mundo intelectual. La tesis feminista pues tiene en todo momento un alcance social general, con lo que política y pedagogía vuelven a darse la mano.
Casona imagina sobre las tablas unas mujeres figuradas por la tradición popular, pero las coloca en un marco de conflicto muy concreto: ese 1807 desquiciado entre lo viejo y lo nuevo o –lo que es lo mismo- esa España de las primeras décadas del siglo XX, acuciada por una urgencia de regeneración social; y las convierte en artífices de esa transformación al disponerlas al desacato de unos maridos extremadamente ridículos y, en definitiva, de un sistema moral evidentemente injusto. Frasquita y Mercedes, en tal sentido, se enfrentan a todos esos elementos anquilosados con nuevas armas, desterradas por la costumbre del universo femenino: la solidaridad y la inteligencia.

OBRAS CITADAS

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