martes, marzo 30, 2010

Ritos de ascensión y de paso en la fiesta del columpio


RITOS DE ASCENSIÓN Y DE PASO EN LA FIESTA DEL COLUMPIO


Artículo publicado en Romania Occidentalis – Romania Orientalis.

Volum omagial dedicat Prof. Univ. Dr. Ion Talos

(Editat de Herausgegeben von Alina Branda, Ion Cuceu).

Editura Fundatiei pentru Studii Europene, Editura Mega, Cluj-Napoca (Rumanía), 2009, págs. 597-608


El corpus lírico que ilustra este trabajo es una pequeña muestra del amplísimo repertorio de coplas que diversos recolectores hemos podido recoger en los últimos años a los transmisores andaluces que conocieron y gozaron de la fiesta del columpio . Hasta por lo menos la guerra civil española, y desde –que sepamos- el siglo XVI, columpios, bambas y mecedores (los tres términos se utilizaron) aglutinaron la diversión tradicional en Andalucía en dos períodos muy significativos del ciclo anual: el Carnaval y la primavera. En uno y otro caso, la fiesta del columpio convocaba la celebración de los sentidos en las fronteras de la Cuaresma, significándose así como un ritual de inversión, como una exaltación del deleite terrenal y, más en concreto, como el ceremonial por excelencia del cortejo y el galanteo.

Los columpios fueron campesinos y urbanos. Los primeros –comúnmente adscritos al período primaveral- se improvisaban colgando sogas o maromas de encinas, pinos alcornoques, robles, olivos o nogales. El día de fiesta acudían al campo gentes de todas las edades, pero eran los más jóvenes los que participaban en el juego: hombres y mujeres en edad de mocearse que se servían de la ocasión de libertad y esparcimiento para comunicarse con estas coplas su amor, sus desdenes, sus requiebros y sus esperanzas sentimentales. Los columpios urbanos se montaban unas veces en los patios vecinales -atando las sogas a unas argollas de hierro clavadas en las vigas del techo- y otras en la calle, en cuyo caso se requería un sistema más complejo por el cual los hombres construían un trapecio de troncos que clavaban en el suelo y del que sujetaban las cuerdas que habían de mecer a sus pretendidas. Coplas y documentos hay que aluden a los momentos más propicios para el columpio, así como a los diferentes modos de hacerlo; he aquí algunas muestras:

El columpio de esta casa
no se ha hecho pa jugar,
se ha hecho pa columpiarse
los días de carnaval.

A los olivares fui
a echar el columpio un día,
del columpio me caí
y me he hecho una jería.

Cogiendo yeros gané
las argollas del columpio,
por si me trompiezo y caigo
Dios perdone a los difuntos.

La bamba se hace en la calle
o en cualquier encrucijá:
dos palos con una soga
pa poderse columpiar.

Si bien el cortejo amoroso ha sido el sentido ritual que con más vitalidad ha pervivido en la geografía panhispánica del columpio , la antigüedad documentada de la fiesta y ciertos indicios evidentes en su repertorio poético-musical nos hablan de que, a lo largo de los siglos, fue un ceremonial de significados polivalentes. En las líneas que siguen dejaremos a un lado el más evidente perfil de galanteo para analizar la ritualidad del columpio en dos vertientes distintas: la de ascensión y la de paso o transición (de la edad impúber a la adulta) .

El Tesoro de Covarrubias da fe temprana de la popularidad de la fiesta en Andalucía, y remonta la costumbre a la antigua Grecia, atribuyendo al columpio, por primera vez, un significado religioso:

“Latine oscillum, oscillatio, pensilis motio; es una soga fuerte, y doblada, que se echa sobre alguna viga del techo, y subiéndose en ella una persona, las demás la bambolean de una a otra parte, y en el Andalucía es juego común de las mozas. 2. y la que se columpia está tañendo un pandero y cantando. Es un juego muy antiguo, del cual hacen mención algunos autores, y en especial Julio Pólux, lib. 4. En griego llama αiωpα suspendiculum, a verbo αiωpεω attollo, suspendo, etc. Díjose columpio a colo, porque parece estar colgada la persona que se columpia del cuello. También hacían ciertas figuras y las vestían como hombres y mujeres, y, colgándolas de los árboles, las columpiaban y mecían de una parte a otra en las fiestas de algunos dioses, especialmente del dios Baco; Virgilio, lib. 2, Georgicarum:

Et te Bacche vocant per carmina laeta, tibique
Oscilla ex altra supendunt mollia quercu.

Véase a Servio sobre aquel lugar, adonde da a entender haber inventado los columpios con cierta manera de religión; mas como muchos peligrasen cayendo de los columpios, hicieron figuras que poner en su lugar, y dice así “Sed cum inde pleriue caderent, inventum est, ut formas vel personas ad oris sui similitudinem facerent et eas pro se suspenderent, et moverent, unde et oscilla dictae sunt, ab eo quod in illis oscillerentur, id est, monerentur ora”.

Muy poco tiempo después, Rodrigo Caro se muestra más prolijo en detalles (y quizás más fantasioso) en el extenso capítulo que en sus Dias geniales o lúdicros dedica al columpio . Lo interesante aquí para nuestros propósitos es apreciar cómo el ceremonial queda asociado a la ocupación contra natura del mundo aéreo, desde el que el sujeto humano –desprendido de sus limitaciones terrestres- tiene opción de comunicarse con las divinidades y, en cualquier caso, con el mundo sobrenatural de las almas, de los difuntos:

Lo que nosotros llamamos en España columpios, tiene en la lengua griega su nombre, que es aiora y en latín oscillum.
(…)
De su origen y principio hay varias opiniones entre los místicos y teólogos de la gentilidad. Dicen que habiendo el Dios Baco enseñado a Ícaro, ateniense, padre de la doncella Erígone, el uso e invención del vino, Ícaro, incautamente, no estimando tan divino don como era justo, lo profanó enseñándolo a ciertos hombres rústicos. Éstos, permitiéndolo Baco airado, después de haber bebido mucho y perdido el uso de la razón, pensaron de sí, según los disparates que hacían, que Ícaro les había dado veneno, por lo cual lo mataron. Cuando esta última desgracia le sucedió, acaso iba su perro con él, que viendo a su amo muerto, como si el instinto natural de su amor y fidelidad fuera racionalidad, volvió a casa de su amo. Erígone, que de no venir con el perro su padre tomó mala sospecha de algún infelice suceso, salió de su casa, guiándole el amigo perro por los caminos que ella no sabía, hasta que le puso con el cuerpo de Ícaro, su padre, muerto. Viendo tamaña desdicha, aconsejóle su atrevido dolor que tomase un lazo y se colgase de un árbol. Pero los dioses soberanos, que desde su estrellado alcázar vieron que el aire meneaba aquel desdichado columpio, compadecidos de ella, volvieron a la doncella Erígone en estrella, que hoy es el signo Virgo. No quedó sin su debido galardón el bendito perro, que también lo volvieron en otra estrella, que es el Can menor. Valía entonces muy barata la inmortalidad, pues la echaban a los perros. No paró la ira del dios Baco en el virginal suspendio de Erígone y muerte de su padre; antes sucedió que, viendo las doncellas atenienses el buen despacho suyo, dieron todas en ahorcarse. Ni era de tan poca consideración, que no solicitase mucho a los sabios y celosos atenienses a consultar el oráculo. Respondió que aquella pestilencia virginal cesaría si buscasen los cuerpos de Ícaro y su hija. Mas como buscados no pareciesen por la tierra, por mostrarse obedientes observadores de los mandatos divinos, colgaron de altos árboles sogas, y mecíanse arrojándose reciamente de arriba abajo, para que con esta diligencia echasen de ver los dioses que buscaban aquellos cuerpos, no sólo por la tierra, sino también por el aire; con que los dioses aplacados suspendieron la pestilencia de aquellas doncellas, y cesó, pero no el uso de los columpios que ya, por cosa agradable a los dioses, proseguía.
(…)
Otros autores, más recatados en dar crédito a semejantes narraciones, dijeron que se inventaron los columpios para expiarse y limpiarse de los pecados, porque habiendo purgación de ellos por agua y fuego, era justo que hubiese también por el elemento del aire.

En la extensa geografía folklórica del rito, la conciencia de que el mecerse permite el acceso al mundo celestial, se ha mantenido en el Noroeste de Argentina; allí “existe la creencia de que columpiándose, cercana la fiesta de los muertos, se logra rescatar almas del purgatorio, es decir, reencontrar, revivir, llegar por este rito al umbral de la vida y la muerte”. Aunque ciertamente desritualizada, la práctica ha sobrevivido excepcionalmente en la Sierra de Cádiz, en el extremo sur de Andalucía. En ciertos pueblos de la zona las personas de más edad recuerdan como una fecha emblemática del columpio el llamado Día de los tostones, que no era otro que el segundo de noviembre, Día de los difuntos, cuando chicos y grandes pasaban en el campo asando, en una hoguera, castañas y bellotas, y en los que la diversión se coronaba echando los columpios. En Ubrique, localidad de la misma comarca, los transmisores son aún más explícitos al referirse a la misma fecha como Día de los paseos:

“El Día de los paseos las gentes salían al campo con sus canastos de varetas en los que llevaban boniatos, castañas, nueces, granadas y pan. Se iba al Salto de la Mora, a las Cumbres; subían por la Calzada hasta Santa Lucía; o a la Venta Martín. Era un día de campo en el que se hacían también columpios, cantaban y jugaban, y a la vuelta solían entrar en el cementerio para recoger el farol que habían dejado allí el día anterior.”

El desvaído recuerdo sobre la vinculación del rito al mundo de los muertos que estas evocaciones traen a colación apenas si permanece en las coplas, que sólo muy ocasionalmente hacen alguna mención. Así en ésta ya citada más arriba:

Cogiendo yeros gané
las argollas del columpio,
por si me trompiezo y caigo
Dios perdone a los difuntos.

Sin embargo, el repertorio andaluz se muestra muy prolijo en textos que vinculan el juego de las mecidas con lo celestial y, simbólicamente, con el aire y el viento. Todo en ellos habla de un entendimiento primordial (no consciente) del columpio como rito de ascensión.

La escenografía aérea aparece en coplas propicias al cortejo. Se trata de una actualización constante del viejo motivo del aire-viento , vinculado aquí –como en toda la lírica popular- al poder del amor, la libertad amorosa y el gozo que ésta implica:

Esta es la calle del viento,
la calle del remolino
donde se remolinean
tus amores con los míos.

A los olivaritos
voy esta tarde
a ver cómo menea
la hoja el aire.

Más explícitos se muestran una serie de textos que sitúan directamente en el cielo a la mujer que se mece, transmutando a veces su condición humana en la de paloma, o haciéndola compartir escenario con los astros o con la mismísima Virgen María:

Arremonta los cordeles,
arremóntalos bien altos,
que parece una paloma
la niña que está en lo alto.

La niña que está en la bamba
quiere subir hasta el cielo
para coger una estrella
y ponérsela en el pelo.

Quién estuviera tan alta
como la estrella del norte
para saber con quién anda
mi morenito de noche.

La niña que está en la bamba
del cielo le caigan rosas;
diga usted, moza de gracia,
si se le ofrece otra cosa.

La niña que está en la bamba
vio de brillar una estrella
y era la Virgen María
que estaba cerquita de ella.

Este columpio está abierto,
nunca lo veo cerrado;
pasó la Virgen María
vestida de azul y blanco.

En cualquier caso, es la privilegiada ubicación celestial la que proporciona más indicios sobre el sentido religioso que pudo tener el rito. Muchas son las coplas referidas a acciones que se realizan en un espacio mítico-mágico situado en lo más alto, expresado éste con versos formularios como “Allá arribita, arribita” o “Por las cumbres del amor”:

Allá arribica, arribica,
hay una fuente de oro
donde lavan las mocitas
los pañuelos de los novios.

Por las cumbres del amor
van mis suspiros volando,
arrecógelos, bien mío,
que por ti van suspirando.

Y muchas más las que directamente expresan cómo la mujer divisa desde su trono aéreo al hombre que elige, al que señala entre los otros, al que dirige su mensaje:

Míralo por dónde viene
el que tiene que ser mío,
el que tiene que juntar
su corazón con el mío.

Míralo por dónde viene
el que ayer me despreció,
el mundo da tantas vueltas
que ahora lo desprecio yo.

Míralo por dónde viene,
qué pálido y qué mortal,
ojitos de pillo tiene
pero no me engañará.

Este interesante grupo de textos despliega una iconografía ante la que vale la pena detenerse un momento: la escena se traduce en una voz, la que canta, que ocupa una atalaya, una posición privilegiada desde la que mirar y ver antes que nadie, y en una presencia, la del que se acerca, de la que el canto quiere advertir. El esquema poético no es exclusivo del rito del columpio, sino que se vincula llamativamente a otro corpus lírico de carácter religioso, el de la saeta, en el que pueden encontrarse estrofas como ésta:

Míralo por donde viene
El mejor de los nacidos,
Llenas de espinas sus sienes
Y el rostro descolorido
Que ya figura no tiene.

dejando entrever el tino y el buen gusto de la tradición oral para seleccionar un material literario similar en ceremoniales tan aparentemente distintos. Porque la saeta y la copla al amigo, por encima de sus opciones de actualización (devota y profana), reproducen una situación idéntica, una voluntad de comunicación de la voz poética con el destinatario, un reclamo de atención.

Hasta las primeras décadas del siglo XX, pues, me atrevería a decir que convivieron en el ritual del columpio la fiesta galante y el ceremonial religioso, o por lo menos la confianza entre quienes lo practicaron de que, al mecerse, estando muy cerca del cielo, era posible ser parte de la dimensión sobrenatural de la naturaleza. La evocación que del rito hace Gerald Brenan en su crónica del “año aldeano” de Yegen -el pueblo de la Alpujarra granadina en el que vivió durante los años veinte del pasado siglo- así parece expresarlo:

“Por la tarde [del Domingo de Resurrección], los jóvenes de la aldea se reunían alrededor de los columpios. Los muchachos habían dedicado la noche anterior a erigirlos, frente a las casas de sus chicas, en la calle (…) El balanceo continuaba por las tardes durante dos semanas o más, al son de una canción especial, y sólo la gente en edad de casarse estaba autorizada a tomar parte en la ceremonia, ya que ésta era un ritual para que las cosechas, que acaban de ser renovadas por la muerte y resurrección del Dios, se fortalecieran y crecieran”.

Sentirse parte de la naturaleza (y reconocer, por tanto, en la propia vida, en el propio cuerpo, el ciclo anual de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte) es un pensamiento mítico, propio de las sociedades rurales, hoy extinto en el mundo occidental. Hasta no hace mucho, sin embargo, este pensamiento sostuvo la celebración de algunos hitos trascendentales de la vida humana, que en cada ritual de paso o transición conmemoraba un nuevo estado de cosas. En tal contexto, la fiesta del columpio sirvió -antes que para cortejo entre hombres y mujeres- para entronizar la feminidad, para teatralizar el relevo generacional entre adultas y jóvenes: éstas ocupaban el asiento aéreo vistoso y privilegiado, avisando así de una nueva ocasión de renovar el ciclo de la vida. Situadas en lo más alto, a las muchachas que ocupaban el columpio se les cantaba para exaltar su naciente belleza, y se las identificaba con las flores emergentes de la primavera, y hasta con santas, reinas y vírgenes:

Capullito, capullito,
ya te estás volviendo rosa,
ya se va acercando el tiempo
de decirte alguna cosa.

La madre de esta muchacha
la quisiera conocer
por ver la linda maceta
que ha criao este clavel.

El columpio es un rosal,
la que se mece una rosa,
las dos que están estirando,
¡vaya una cosa preciosa!

Cantadle, que no es viuda,
que no es viuda, cantadle,
que es una amiguita mía
que la quiero más que a nadie.

La niña que está en la bamba
se parece a Santa Rita,
y la que la está meciendo
a Santa Águeda bendita.

¿Sabes a quién te pareces?,
¿sabes a quién te das aire?
A la Madre Dolorosa
y a la Dolorosa madre.

Dicen que la reina ha muerto,
será la de Portugal,
porque la reina de España
¡mira! en el columpio está.

A la niña entronizada del columpio primaveral es inevitable relacionarla con las mayas, que durante siglos encarnaron la divinización de la primavera y de lo femenino en pueblos y aldeas de España. A propósito de ello, recoge José Manuel Fraile un testimonio decimonónico que, por otra parte, habla del acompañamiento en la escena de la vieja o mojigona, representante de esa feminidad caduca que la maya debe destronar:

“En lo que a la maya toca, sabemos por un texto de Don Basilio Sebastián de Castellanos (1807-1891), que recrea la fiesta que nos ocupa en los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, que en el cortejo de la maya iba también: ...la mojigona, que era una mujer vieja alquilada para el caso, vestida de maya y coronada de ristras de ajos y otras cosas extravagantes que debía mover a risa por sus muecas y gestos... Los mozos, que apenas intervenían en esta festividad femenina organizaban a su vez una réplica burlesca eligiendo a la mojigona como maya, como maya suya, vestida de trajes arcaicos guarnecidos de cáscaras de huevos, con guindillas por pendientes y ajos y cebollas por collares, era entronizada en un lugar próximo.”

Una imagen muy similar relata Manuel Garrido Palacios en esta escena contemplada en la fiesta del columpio de El Gastor (Cádiz):

“Las viejas desdentadas empujan la bamba y gritan lo que ofrecen: Arremóntala bien alta. / tira bien de los cordeles, / que parece una paloma / la niña que va en la bamba”.

Y aún más detalles dan las propias coplas recogidas en Andalucía y, en concreto, esa parte del repertorio en la que se le puede tomar el pulso al proceso de carnavalización que en algún momento pudo producirse en el rito. Los textos aquí llegan incluso a recoger el ornamento burlesco de la mojigona antigua (los ajos) y se desenvuelven en una poética diferenciada, componiendo imágenes relacionadas con el feísmo de la estética carnavalesca, y trocando la idílica belleza femenina en representaciones grotescas, escatológicas, repulsivas, e incluso demoníacas:

María, pescuezo largo,
no te pongas gargantilla,
ponte una ristra de ajos
y en ella una cencerrilla.

La niña que está en la bamba
se parece a San Antonio
y la que la está meciendo
al mismísimo demonio.

Arremonta los cordeles,
arremóntalo al tejao,
que se la coman los gatos
que parece un bacalao.

La niña qu´ está en la bamba
Parese una candileja,
Y las dos que están mesiendo
Son dos arcusiyas viejas.

La niña que está en la bamba,
cara de limón podrío,
que se parece a mi gato
cuando está descolorío.

La que está en er columpio
Tiene unos pies,
Que paresen escobas
De montañés.
Tiene unos ojos,
que paresen ochabos
Yenos de mojo.

Eres más chica que un huevo,
más derecha que un jocino,
más blanca que una sartén
harta de freír tocino
y no fregarla en un mes.

Este juego nada galante que en ciertos casos fue el columpio sitúa la fiesta en el umbral de su desintegración en el mundo adulto y de su acogida en la tradición infantil, que –como se sabe- conserva en la dimensión del disparate y el sinsentido lo que en otro tiempo pudo pertenecer a la lógica de los mayores. Apeado el columpio de su primitiva ritualidad, a la niña-maya que se mece no la piropearon en las últimas décadas encendidos pretendientes, sino que la maldijeron y amenazaron otras niñas que competían por ocupar el trono del juego, y cuyos labios entonaron cancioncillas que, por última vez, traían el eco de antiguos ensalmos y oraciones, y que nos devuelven a la religiosidad esencial del primer columpio de Erígone:

La chica, la grande,
la de mi tío Juan Fernández
que fue a mi corral
por una hojita de nogal,
zumba la zumbaera,
cruz de palo,
cruz de hierro,
en la puerta del infierno
hay un cuerno
lleno de aceite.
Quien no se baje
se le caen los dientes.
A la una, a las dos y a las tres.





<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?