sábado, enero 22, 2011

Al vaivén del columpio: reseña en la Revista de Literaturas Populares




María Jesús Ruiz, José Manuel Fraile Gil, Susana Weich-Shahak.
Al vaivén del columpio. Fiesta, coplas y ceremonial.
Cádiz: Universidad de Cádiz / Diputación de Cádiz, 2008; 185 pp.

Reseña de Caterina Camastra para la Revista de Literaturas Populares
(Universidad Nacional Autónoma de México).
Año IX, núm. 1 (enero-junio de 2009), págs. 247-256.
Edición digital:
http://www.rlp.culturaspopulares.org/index.php


Al vaivén del columpio es un libro al mismo tiempo lúdico, como el artefacto que le sirve de pre-texto y móvil, y erudito, rico tanto en datos como en sugerencias y sugestiones. Su título nos dice de inmediato que la investigación se origina alrededor de una performance que es, al mismo tiempo, una práctica de interés antropológico: el juego del columpio, que va del ritual galante al entretenimiento infantil. El subtítulo --Fiesta, coplas y ceremonial-- añade inmediatamente otra dimensión y nos permite vislumbrar de una vez el alcance de la obra, que se sitúa (valga la expresión) en una encrucijada crucial: el punto en donde la antropología y los estudios literarios entretejen sus intereses y se necesitan mutuamente para dar cuenta, de manera inteligente y fecunda, de fenómenos complejos. La necesidad de un enfoque multisciplinario se hace patente cuando se trata de abordar temas de literatura popular sin divorciarlos de su contexto vital. Además, el libro viene acompañado por un CD, gracias al cual tenemos la posibilidad de apreciar, en la voz misma de los informantes (en su gran mayoría mujeres), la manera en que las coplas se relacionan entre ellas y toman vida en temas cantados.
El libro se estructura en cinco capítulos, distribuidos entre los tres autores. El primero y más amplio se intitula “El columpio en Andalucía: una poética del galanteo”, y está a cargo de María Jesús Ruiz. El capítulo se concentra en una práctica ritual ya desaparecida, que sobrevive en la memoria de los informantes: el juego del columpio como ocasión y espacio para el encuentro amoroso de los jóvenes. El enfoque de encrucijada arriba comentado es evidente en acotaciones como las siguientes, que dan cuenta de la relación entre lo social y lo literario, del gesto ritual a la huella textual:

La silla real en la que se colocaba la mujer convertía a ésta en centro de miradas: el exhibicionismo de ellas concedía así, tácitamente, el permiso a ellos para piropearlas. Si bien es cierto que el piropo fue quedando --desritualizado-- como canto en boca de mujeres (son ellas las que recuerdan las coplas), los testimonios decimonónicos y los propios textos evidencian que la alabanza a la que se mecía era asunto masculino [...]. La plegaria masculina ha dejado huella en algunos textos de ciertos ademanes galantes que un día fueron gestos rituales y que, en la copla, son recuerdo desvaído de una kinésica extinta (46, 48).

En otras series de coplas, la voz cantante le corresponde a la mujer, en un “diálogo poético” que a veces “busca la controversia”, otra práctica de la que hoy en día quedan tan sólo huellas textuales, “restos desritualizados” (57). “Desde el trono aéreo, la copla de columpio deviene en canción de amigo, entroncando así con la tradición más secular de la lírica popular hispana” (52). Uno de los recursos estilístico principales es una “fórmula discursiva muy característica”, que expresa el punto de vista “desde arriba” (54) de la mujer: “Míralo por donde viene” (54-55), ya sea para introducir una copla de amor o desprecio.
La búsqueda de todo tipo de huellas y ecos es un criterio que felizmente rige muchas de las aportaciones de este capítulo. La autora destaca, por ejemplo, un parentesco basado en la función conativa de la fórmula arriba mencionada:

El esquema poético no es exclusivo del rito del columpio, sino que se vincula llamativamente a otro corpus lírico de carácter religioso, el de la saeta, en el que pueden encontrarse estrofas como ésta:

Míralo por donde viene
el mejor de los nacidos,
llenas de espinas sus sienes
y el rostro descolorido
que ya figura no tiene.

[...] Porque la saeta y la copla al amigo, por encima de su diferente sentido devoto o profano, reproducen una situación idéntica, una voluntad de comunicación de la voz poética con el destinatario, un reclamo de atención (56).

El seguimiento puntual, al mismo tiempo erudito y sintético, de tópicos y motivos clave de la lírica hispana es otra de las características salientes de este primer capítulo. Para el lector entendido en estas andanzas, el juego de encontrar más correspondencias en el cancionero panhispánico podría ser infinito. Sucumbiré sólo parcialmente a la tentación y me ceñiré al corpus que mejor conozco, el mexicano, limitándome asimismo a algunos botones de muestra. Uno de ellos es la simbología amorosa ligada a los cítricos: “Naranjas y limones, como toda fruta citrosa, se consideraban afrodisiacos [...]. La lírica popular abunda en ejemplos que aluden al hecho de lanzar limones y naranjas como prendas (avisos) de amor” (66). Las dos variantes incluidas en el libro, originarias respectivamente de Grazalema (provincia de Cádiz) y Tetuán (Marruecos), cuentan con una correspondencia mexicana que a su vez se despliega en muchas variantes. A continuación señalo la copla andaluza, la sefardí y una de las variantes mexicanas. Las tres estrofas son muy parecidas y sin embargo sutilmente distintas en los matices del símbolo:

De tu ventana a la mía
me tiraste un limón,
el limón cayó en el suelo
y el zumo en mi corazón.

(67)

De tu ventana a la mía
me tirastes un limón,
el limón cayó en el suelo
y el agrio en mi corazón.

(119)

Al pasar por tu ventana
me tirastes un limón,
el limón me dio en la cara
y el zumo en el corazón.

(CFM: 1-1983)

La autora también destaca el abanico de tópicos y motivos relacionados con el agua: la fuente, los baños de amor, el agua fría, el lavado del pañuelo del amante (65). Este último motivo aparece, por ejemplo, en una copla de Granada:

Allá arribica, arribica,
hay una fuente de oro
donde lavan las mocitas
los pañuelos de los novios.

(66)

El motivo del lavado del pañuelo y el tópico del agua fría, con toda su carga erótica, aparecen en la siguiente cuarteta veracruzana:

Por esa calle vivía
la que me lavó el pañuelo;
lo lavó con agua fría
y lo sahumó con romero.

(CFM: 1-2440 D)

Otro rasgo hermana la copla arriba citada con la poesía cantada tradicional de Veracruz: su fórmula inicial --“allá arribica, arribica”--, que se repite con una ligera variante ortográfica --“allá arribita, arribita”-- en otras dos estrofas del corpus de este capítulo (50). Es una expresión relacionada con “el rito de ascensión del columpio”, según hace notar la autora (50). Fórmulas parecidas se encuentran en muchos estribillos del son jarocho quizás más famoso, “La bamba”. Por ejemplo:

Arribita y arriba
y arriba iré;
yo no soy marinero
por tí seré.

(CFM: 1-596 K)

Y arriba y arriba
y arriba iré;
yo no he sido casado
por tí seré.

(CFM: 1-598)

Lo que más llama la atención en esta correspondencia es que la palabra bamba designa en Andalucía un tipo de columpio descrito por la autora: “la soga tensa, preparada casi para un ejercicio de funambulismo, obligada a vivir dentro del pueblo, atada entre las rejas próximas de la calle” (15). Este particular juego fue cayendo en desuso, quedando el columpio como ahora lo conocemos; sin embargo, la autora señala “una mixtificación de los términos y del propio rito” que ha causado la permanencia y “mucha recurrencia” del término bamba, “adscrito sobre todo a un primer verso (‘La niña que está en la bamba’)” (15). Ahora bien, no he podido encontrar rastro de un sentido de bamba como ‘columpio’ en el son jarocho homónimo, ni en el español de Veracruz en general; además, las características musicales de “La bamba” jarocha y de las tonadas de las coplas de columpio son muy distintas. También existen diferencias de orden métrico: el son veracruzano se canta exclusivamente en seguidillas, mientras las coplas de columpio andaluzas, si bien incluyen alguna seguidilla, en su mayoría son cuartetas octosilábicas. Sin embargo, la coincidencia del término clave bamba y de las fórmulas de ascensión sigue siendo sugerente y, a lo mejor, ofrecerá una pista para algún curioso que se quiera aventurar por ese camino en investigaciones sucesivas.
El segundo capítulo, escrito por José Manuel Fraile Gil, se titula: “El columpio infantil. Al vaivén de la retahíla”. Después de un apartado dedicado a la revisión exhaustiva y sintética de la nomenclatura relativa al columpio como artefacto y de los verbos empleados para la acción de columpiarse en diferentes regiones de España (71-73), el autor bosqueja una historia social del juego:

Como aconteció con gran parte de los usos tradicionales, el paso de los años, de los siglos, depositó en manos de los pequeños los hábitos cortesanos [...]. Si este juguete ha llegado hasta nosotros fue gracias a que las cuerdas de seda, entreveradas de flores, con que se suspendieron los columpios en la corte versallesca, se fueron poco a poco transformando en las ásperas sogas donde se balancearon primero la alegría y las enaguas de la mocedad menestrala y más tarde los colorados carrillos de los hijos del pueblo (73).

Después de una breve serie de referencias literarias (74-76) que, de alguna manera, anticipan el contenido del último capítulo del libro, el lector se encuentra con una serie de deliciosos relatos recogidos de la voz de informantes que disfrutaron en su infancia del juego del columpio (77-80). Los adultos montaban el columpio en ocasiones en que necesitaban que los niños estuviesen entretenidos, para poderse dedicar así a alguna actividad que requería de mucho trabajo y atención, como sucedía, típicamente, el día de la matanza del cochino. Los relatos abundan en descripciones de la estructura de aquellos columpios, ordenadas y analizadas por el autor. El recuento que cierra la serie contiene, además, una cómica anécdota: “Nos empujaron tanto que mi primo Alejandro que llevaba unas zapatillas, se le engancharon en un clavo que había en la otra viga, fíjate lo alto que iría, no veas la que se armó cuando nos caímos” (80).
La forma poética protagonista es la retahíla infantil, de la que se ofrece una significativa antología en la segunda parte del capítulo. Las retahílas son “letras para jugar”, según la sencilla y acertada definición de Ana Pelegrín (70). El autor reflexiona sobre la diferencia entre este corpus y el del capítulo anterior en los siguientes términos, desglosando de paso las características fundamentales de la retahíla:

Cuando el columpio pasó a manos de los niños, las retahílas sustituyeron al cancionero, y los versos sueltos, llenos de ritmo, a las estrofas preñadas de sentimiento. En las retahílas para mecer encontramos, sobre todo, un reparto de los tiempos y un compás en la melodía que facilitan grandemente el vaivén de este juguete. La forma poética que marida a la perfección estas dos características es la del diálogo rimado.

El autor agrega, pocas líneas más abajo: “Muchas de estas retahílas para mecerse albergan en su contenido un variadísimo muestrario de poemillas tradicionales de la más variada entidad”, y dedica el análisis de las páginas que siguen a “ir deshebrando cuenta a cuenta el collar que a base de años, singular gusto y paciencia, ensartó la tradición” (83). Reporto un solo ejemplo, escogido al azar entre las pesquisas eruditas del autor, el de la correspondencia entre una retahíla tradicional de La Rioja y otra recogida por Correas en 1627:

Ya pasan las monjitas cargaditas de flores
que no pueden pasar por el río Molinares.
Pase una, pasen dos, pase la madre de Dios.
Pase el burriquito blanco que reluce todo el campo,
pase el burriquito negro que reluce todo el cielo.

(84)

Aquí vienen las monjas cargadas de toronjas;
no pueden pasar por el río de la mar;
pasa uno, pasan dos, pasa la madre de Dios,
con su caballito blanco que relumbra todo el campo.

(85)

Los siguientes dos capítulos son de la autoría de Susana Weich-Shahak. “El columpio entre los sefarditas de Marruecos: la matexa”, abre una interesantísima ventana sobre un mundo cultural y lingüístico muy peculiar, el de los descendientes de los judíos españoles, descendientes de los exiliados de las persecuciones de los califas andalusíes y el decreto de los Reyes Católicos. La autora dedica unas páginas a un rápido resumen de la historia de las comunidades sefardíes en Marruecos, incluyendo notas lingüísticas como la siguiente, de gran interés para el filólogo: “Su lengua era una variedad dialectal que los proprios sefardíes denominaban haketía, formada en base al castellano medieval con agregados del árabe, del bereber y del hebreo, y que se ha mantenido viva hasta mediados del siglo XX” (113). A lo largo del capítulo, la autora incluye numerosas notas explicativas que esclarecen los vocablos en haketía. Volvemos a encontrar la insistencia acerca del enfoque de encrucijada multidisciplinaria que informa todo el libro: “De este modo podremos apreciar no sólo el repertorio poético musical, sino apreciar cómo se articula el sutil entramado del columpio dentro de la vida del sefardí y de su comunidad” (114). La autora subraya que la matexa sufrió un cambio funcional en la vida de la comunidad, análogo al del columpio en España descrito por Fraile Gil en el capítulo anterior: “En la época de fines del siglo XIX [...] se columpiaban las al’azbas, que así es como se denominan en haketía a las mozas adolescentes. [...] Más tarde se convirtió la matexa en entretenimiento de los niños” (117).
Ya vimos más arriba cómo una copla de matexa retoma el motivo panhispánico del lanzamiento del cítrico y se hermana con una copla mexicana. Las correspondencias pueden ser, como ya dije, infinitas --o casi. En otro botón de muestra del parentesco entre el cancionero sefardí y el mexicano, podemos apreciar cómo en las variantes mexicanas se cuelan palabras locales, tales como “chinita” y “huapanguero”:

Eres chiquita y bonita
y eres como yo te quiero,
y eres campanita de oro
en las manos de un platero.

(119)

Eres chinita y bonita
y así como eres te quiero;
pareces campanillita
de manos de un buen platero.

(CFM: 1-151 C)

Eres chiquita y bonita
y así como eres te quiero;
pareces campanillita
de manos de un huapanguero.

(CFM: 1-151 D)

El siguiente capítulo, titulado: “El repertorio musical: breve análisis de las melodías”, de la misma autora, es, aunque bastante escueto, de extremo interés. Es frecuente que los estudios literarios dedicados a las coplas cantadas no incluyan el aspecto musical: suelen reconocer la omisión en el prólogo o introducción, admitiendo que, con tal corte metodológico, se puede ofrecer sólo una mirada necesariamente parcial acerca del fenómeno complejo de la poesía cantada tradicional. Este libro, en cambio, apuesta a subsanar dicha parcialidad, acompañándose de un CD y del análisis musicológico presentado por Weich-Shahak. El enfoque principal del libro sigue siendo literario, razón por la cual el capítulo es breve y no se adentra en tecnicismos que resultarían de difícil comprensión para el lector de la obra. Pero su mérito principal consiste en su sintética claridad, que permite un acercamiento a la comprensión de las estructuras musicales empleadas en los cantares, por parte de quienes somos legos en la disciplina.
El libro se cierra con “Referencias literarias y testimonios antiguos”, capítulo escrito por Fraile Gil y Ruiz. El capítulo complementa los “testimonios orales” (135) consignados en las páginas anteriores, ofreciéndonos una pequeña galería de elaboraciones literarias de la escena galante que acontece alrededor del columpio. Aparte de su valor informativo y francamente gozoso, el capítulo tiene el mérito de mostrar cómo la literatura culta y la popular comparten intereses y temas, dialogan, y pueden tener pertinencia y cabida en un mismo estudio. Final y felizmente, para deleite de quienes leemos, el libro se cierra con otra pequeña galería: un apéndice de imágenes, reproducciones en color de cuadros e ilustraciones protagonizados por el columpio y sus oficiantes, entre la segunda mitad del siglo XVIII y los comienzos del XX.
Una mención aparte merecen los tres índices de carácter analítico incluidos en el libro: “Contenido del CD que acompaña a este libro. Procedencia de los materiales”, “Índice de localidades” e “Índice de informantes”. Son destacables el rigor y la precisión del registro de fuentes resumido en estos índices, que reflejan las indicaciones puntuales dadas a lo largo de todo el libro. Hubiera quizás sido útil la inclusión también de un índice de primeros versos de las coplas y retahílas analizadas en el libro, así como un sistema de referencias cruzadas entre los versos que aparecen en el libro y los grabados en el disco, en los casos en que existe correspondencia (no todas las coplas del libro aparecen en el disco, ni viceversa).
Al vaivén del columpio es un libro --y un disco-- plenamente disfrutable y al mismo tiempo una aportación valiosa al estudio de la literatura hispana de tradición oral. El que se aventure a mecerse entre las estrofas, las melodías y los comentarios de los autores seguramente ganará tanto en diversión como en conocimiento. Y es que

La niña que está en la bamba
se lo quisiera decir:
que se baje del columpio
que yo me quiero subir.

(17)

CATERINA CAMASTRA
Universidad Nacional Autónoma de México

jueves, enero 06, 2011

Poética Rufo

POÉTICA RUFO
PRÓLOGO
A LA TRILOGÍA DE NOVELAS DE ANTONIO GÓMEZ RUFO
EL MANANTIAL DE LOS SILENCIOS
(Murcia, Alfaqueque Ediciones, 2010)



Un creador es un clásico cuando la observación de su obra, o de parte de ella, deviene en la comprensión de un sistema, de un mapa físico, político y cultural en el que –como en los atlas escolares- alcanzamos a apreciar de un solo golpe de vista la necesaria vecindad entre éste y aquél país, la coherencia del curso de ese río que atraviesa ora tierras heladas ora cálidas, o el sentido histórico de ese puñado de joyas arqueológicas agrupadas en un valle en apariencia insignificante. Una creación literaria se explica a sí misma cuando es clásica, cuando, por lo tanto, no requiere interpretaciones ni búsquedas de significados crípticos, ni da pie a malentendidos, sino que son ellos –los textos- los que explican al lector, los que lo interpretan, los que trazan el atlas humano de sus secretos y contradicciones, haciéndole el gran favor de comprenderse. Ante un corpus literario clásico, sobran averiguaciones y porfías: el lector atento sólo tiene la misión de contemplarlo y, si –como es el caso- se le ha hecho el encargo de prologarlo, no debe más que atenerse a la descripción de ese sistema, de ese mapa, de esa poética.
Las lágrimas de Henan, El alma de los peces y Adiós a los hombres componen un sistema literario de una pieza, rico en sus entrañas, y del todo comprensible en su ser como trilogía. Hablan de un solo motivo e identifican así a un solo hombre, su creador, pero cada palabra de cada novela es imprescindible para entender a las demás, como cada accidente geográfico o cada frontera son imprescindibles para comprender la silueta de un país. Este prólogo procura dibujar esa poética.

De géneros

Como si las vanguardias –y antes Cervantes, y antes Homero- no nos hubiesen dejado claro que la cuestión de los géneros no es asunto del escritor, sino del lector desorientado o del filólogo obsesivo, periodistas y críticos abordan una y otra vez a Gómez Rufo con la pregunta sobre el género en el que escribe: ¿es una novela política?, ¿es una novela de amor?, ¿por qué mezclar novela histórica con thriller?, ¿qué le aporta la ciencia ficción a esta novela intimista?, etc. La respuesta del escritor suele tener que ver con su preferencia por la pluralidad discursiva y con su convicción de que las interferencias genéricas son sencillamente necesarias en la persecución de esa narración total que quiere ser toda novela. Los textos, sin embargo, dicen más que el autor y muestran un primer sistema, un esencial código poético, en esta cuestión de los géneros.
Siendo Gómez Rufo esencialmente un narrador, e imprescindiblemente y a la vez un ensayista, la urdimbre entre ficción y pensamiento que sostiene sus narraciones resulta obvia. Pero hay más. Siendo un ser culturalmente apegado al cine y un escritor obsesionado por la soledad, aquél y ésta modulan respectivamente lo que de cinematográfico y de poético hay en sus novelas. Y cada uno de los ingredientes se da, en esta trilogía, por escrupuloso orden de madurez.
La fascinación por el relato visual, por la pantalla, resuelta en la persona del autor en su amor por Berlanga y en su participación en guiones fílmicos, se resuelve contundentemente en Las lágrimas de Henan. La primera pieza de la trilogía se corresponde así con la primera pasión artística de Gómez Rufo, el cine, el más culpable –sospecho- de su temprana deserción del más sensato oficio jurídico. Las lágrimas de Henan rezuma cine: en su génesis, en su recorrido y en su misma naturaleza; resulta imposible leerla sin verla.
Nace la novela de una crónica periodística, referida a los sucesos acaecidos en un pueblo de la provincia china de Henan en 1994, y son esos sucesos los que desencadenan la ficción y los que imponen el desenlace. Y son los mismos sucesos los que dan vida a la primera página, que instaura el flash-back imaginario en un intenso momento de evocación que tiene que ver con la mansión de Manderley reducida a cenizas desde la que la Sra. Winter evoca su pesadilla, o con la novela más cinematográfica de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. La novela de Gómez Rufo se salta la convención del respeto al orden cronológico y plantea la fábula in extrema res, como la mejor de las películas, poniendo al lector -espectador y expectante desde ese momento- en la tesitura de tener que conocer irresistiblemente qué vicisitudes han llevado hasta el grito espeluznante de esa mujer que recorre enloquecida las calles de Yanshi.
En su recorrido, Las lágrimas de Henan vuelve a ser cine a cada momento. Son indicios de ello algunas imágenes imprescindibles, como la del cuchillo y la soga de cuerda de cinco trenzas que cuelgan de la pared de la cocina desde la primera escena, y que cumplen al milímetro esa máxima de Chejov tan lógicamente aplicada al lenguaje visual por Hitchcock: si en el primer acto un fusil esta colgado en el muro, es necesario que se dispare al final de la obra. O la del horizonte contemplado por Wong Feng cada tarde desde la puerta de su casa, cuyos perfiles descifran “los significados eternos de la serenidad” y permiten, como un estribillo, la transición de cada primer plano al siguiente. O la de algunos personajes decisivos a los que, antes que describir en su interior, el narrador prefiere reiterar en su epíteto (Jade Wei, la adolescente, el rico señor Tseng, que tenía un buen coche), obteniendo así un efecto de psicología exteriorizada, de espesura física, del todo teatral. Y la novela es cine, en fin, porque tiene banda sonora, la de una única canción, compuesta con los versos que el padre ausente de Wong Feng le ha dejado en su memoria: “No te lamentes si no está enfermo / Las mujeres, o te comprometen o te arruinan”.
Cuatro años después de publicar Las lágrimas de Henan, El alma de los peces delata la necesidad de intimidad del novelista, la necesidad de explicarse: Gómez Rufo emprende con ella un viaje interior en el que se ayuda del paisaje helado de Weisberg para eliminar la escenografía, hacer desaparecer cualquier impedimenta teatral que distraiga de la contemplación del alma de Bruno Weiss, y edificar un poema. Las más certeras e intuitivas observaciones de la crítica sobre El alma de los peces reiteran su código esencial, el poético: han hablado algunos de su concisión, de su “alto pulso literario” (Carmen Martín Gaite), de su “lenguaje rítmico” (Antonio Gala), de su “romántica perfección” (Simona Mircheva), y todos han coincidido en que a la obra no le sobra ni un solo párrafo. Porque no los tiene, habría que aclarar. Se trata de una pieza intensamente lírica, hecha exclusivamente con la materia prima del alma, y el alma, a diferencia del pensamiento, no puede narrar, sólo sentir y, a lo sumo, jugar a ciertos sinsentidos, como el de las combinaciones numéricas que llenan el tiempo y la vida de Bruno Weiss.
El alma de los peces está hecha de jirones del alma. A mi modo de ver es la más autobiográfica, por ser la más lírica, y porque su lirismo evidencia las obsesiones vitales de la trilogía: lo inevitable de la soledad, el precio deshumanizado de la libertad y la necesidad de la muerte para vivir. Teniendo su propia madurez, la novela es un estado adolescente del mundo adulto que presagia, el de Adiós a los hombres. Y Bruno Weiss, más temerario que su futuro –Juan-, aún no desengañado de la imposibilidad de trazar la propia vida, se erige en el Pez-Dios que devora cuantas entrañas le ovillan la línea recta. Weiss, aún, no es cobarde.
Siendo la poesía patrimonio de la adolescencia, el lirismo de la novela es del todo coherente con su pulso vital, con su naturaleza misma. La reflexión de Weiss y de sus contemporáneos se resuelve en versos intensísimos y, en cualquier caso, en soluciones carnales de los conflictos emocionales. Aquí comienza el amor a jugar su papel decisivo, y a comulgar con la soledad inevitable que conlleva, y aquí comienza el sexo a anunciar su condición de petit mort, a la que naturalmente el hombre adulto –Juan- renunciará despavorido.
Es imposible leer El alma de los peces sin recitarla. E imposible resulta leer Adiós a los hombres sin pensarla. Con la última narración de la trilogía, el novelista orilla el ensayo. De hecho, Adiós a los hombres es interlocutora de El hombre asustado (Un viaje a la utopía de la revolución cultural), publicado por Gómez Rufo en 2000, un texto que en buena medida explica y ordena el mundo que Juan, el protagonista de Adiós a los hombres, acaba resignándose a no entender.
La naturaleza ensayística de la novela resulta indudable para la crítica, que unánimemente ha orientado su lectura a explicar la tesis subyacente al relato, coincidiendo en señalar en él rasgos emblemáticos de la prosa didáctica: “un estudio novelado sobre el comportamiento masculino y femenino en la nueva disyuntiva planteada por los acontecimientos sucedidos a lo largo de las últimas décadas del siglo XX” (Víctor Claudín); “una pura metáfora de una sociedad gris, egocéntrica y descarnada” (Antonio Ubero); “un relato directo, seco, contundente, bien escrito...” (Javier Goñi).
De entre todas las opiniones al respecto, me resulta especialmente interesante la de Gómez Yebra, quien arranca sus observaciones proponiendo la etiqueta de femina hominis lupus para un relato que, a su juicio, plantea esencialmente cómo “la mujer abusa del hombre”, cómo “la mujer del siglo XXI ha encontrado las debilidades del hombre y utiliza ese conocimiento para hacer de él y con él lo que le place, para convertirlo en un juguete entre sus manos”. La tesis de Gómez Yebra, además, encuentra un magnífico desarrollo en la interpretación simbólica de la onomástica de las tres mujeres que rodean a Juan: Claudia, Laura y Consuelo, quienes con sus acciones certifican respectivamente la indefensión, el miedo y la soledad del protagonista. Indudablemente, Juan es un emblema de la “masculinidad quebrada”, de ese antihéroe que en la literatura y en el cine se puede atisbar desde mediados del siglo XX, cuando la feminidad hegemónica comienza a desestructurar los pilares básicos del sistema patriarcal. Como todos esos hombres, Juan es un ser esencialmente despojado de las funciones imprescindibles en las que se ha educado su género, a saber: la provisión material del hogar y la provisión sexual de la pareja. Usurpadas tales funciones por mujeres activas, incorporadas a la vida pública y con iniciativa sexual, los hombres como Juan doblan la esquina del siglo XXI con una profunda desorientación de cuál es su papel en el amor, en la familia y en la sociedad, mientras que las mujeres pueden proponerse día a día nuevas conquistas pendientes.
Sin embargo –y a la luz fundamental de El hombre asustado y de buena parte de la obra periodística de Gómez Rufo- opino que la tesis de Adiós a los hombres va más allá de ese planteamiento unilateral de las relaciones hombre-mujer, y que la novela no sólo descansa en la idea de la masculinidad indefensa ante la feminidad hegemónica, sino en una más amplia certeza de soledad: soledad e incomunicación entre hombres y mujeres, e incapacidad de unos y otras para la interlocución.
Es cierto que la tragedia de Juan, ahogada en el insuperable silencio, tiene dimensiones gigantescas que se pronuncian sobre el apocalipsis humano vivido por el individuo moderno y explicado en El hombre asustado. Pero no lo es menos que los dramas de Claudia, Laura y Consuelo –pilar complementario de la novela- delatan la batalla perdida por el feminismo del siglo XX: la del amor. Que Claudia no sea capaz de vivir el sexo con su pareja tras comprobar su esterilidad, que Laura no sea capaz de comunicarse con su amante a través de la poesía, o que Consuelo no sea capaz de despertar en un hombre otra cosa que la necesidad de protección, son evidentes fracasos, muestras de que la independencia de hombres y mujeres no ha sabido, en nuestra historia, identificarse nada más que con la más amarga de las soledades.
Adiós a los hombres cumple de ese modo con un principio narrativo básico expresado por Gómez Rufo: “Toda novela tiene que tener una ideología que ayude a los contemporáneos a poner las cosas en su sitio”. Evidencia tal principio por su trenzado de relato y pensamiento y, en una síntesis redonda de Las lágrimas de Henan y El alma de los peces, incorpora el verso como una nota musical que hace de bálsamo y la imagen de Bacon (Painting 1946) como el escenario maldito de la desolación.

De utopías

Ese principio narrativo al que acabo de aludir, el del soporte ideológico, es el segundo núcleo de coherencia de la trilogía, el otro pilar de la Poética Rufo que aquí se intenta describir. Según tal principio, cada novela se comporta como una metáfora o, más bien, como una parábola del lugar del hombre en el mundo y, vistas en conjunto, las tres novelas se suceden como un proceso que incluso no culminaría en la última página de Adiós a los hombres, sino en el planteamiento general de La noche del tamarindo (2008).
Más que una ideología, mucho más que un pensamiento político, la investigación y la propuesta de Gómez Rufo deben interpretarse como una ética, y como una ética revolucionaria por lo que de utopía conlleva. Otra vez El hombre asustado ofrece algunas claves al respecto; en concreto, el capítulo que el autor del ensayo titula El culto a la utopía se abre con esta cita de Tierno Galván: “Si no pensamos por delante, si no avanzamos, vamos a caer en la necedad de pensar que las ideas superiores no sirven en momentos de crisis”. Obediente a ella, el autor construye universos en crisis y coloca a sus protagonistas en el conflicto esencial de resolver sus vidas en el enfrentamiento de su intramundo (el sueño, el deseo) con el extramundo (la realidad). Sin tener que salvar distancias –todo lo contrario- el eje ético de las novelas es del todo cervantino, y reproduce milimétricamente la parábola más conmovedora de cuantas en nuestra literatura han intentado narrar la lucha de intereses entre la realidad y el deseo: la del hidalgo pobre Alonso Quijano y su construcción utópica de Don Quijote como arma para hacer frente al mundo de lo falso, lo mezquino y lo alienante.
En Las lágrimas de Henan la utopía es primordial, aún básica, hasta el punto de que el deseo está bifurcado en dos personajes: Wong Feng y Sun Xao. El primero sólo es un proyecto de héroe, lleva la contrautopía, la convicción de que es imposible alterar “el Mundo de la Gran Mentira” (el maoísmo), en las entrañas; el segundo es el constructo utópico que no admite renuncias ni aprueba la desolación, el que avisa a Feng de la posibilidad de rebelarse, su conciencia más recóndita en cierto modo y, en cualquier caso, su única arma contra el poder, independientemente de que éste triunfe o no sobre los oprimidos. Feng y Xao son así un solo hombre, y sus vidas una sola metáfora de una de las ideas esenciales de El hombre asustado: “En todos esos campos no queda lugar para el ser humano considerado individualmente (...) Y ese desdén hacia el ser humano conduce a la soledad; y la soledad al miedo; y el miedo a una sociedad atemorizada que desconoce su futuro porque sólo parece importar el de los grandes nombres del nuevo poder. Ya decía Tierno Galván que el poder impregna de indiferencia todo lo que no es poder”.
El alma de Bruno Weiss, sin embargo, no está escindida; siente como el alma de una sola conciencia que, asfixiada por el yugo del sistema moral que se le trata de imponer, busca una única utopía en su propio proyecto de mundo. No obstante, la propuesta de Weiss se identifica con un estado adolescente de la conciencia y por ello sitúa el eje del deseo en la ficción. El hombre de El alma de los peces (ya del todo quijotesco) edifica desde una acción puramente volitiva el universo que quiere habitar y para ello pone en marcha febril sus capacidades intelectuales: construyendo una teoría de las probabilidades numéricas y renunciando así a la suerte; haciéndose a sí mismo a semejanza del Pez-Dios y renunciando así al mito de la Creación; o sometiendo las relaciones con las mujeres a un sistema de conveniencias y renunciando así al amor. De manera estremecedora, la conciencia de Weiss toma la palabra de vez en cuando para expresar esa voluntad inapelable:
“- Tienes esposo. ¿Qué más puedes desear?
- Deseo un marido.
- Tienes casa y comida.
- Quiero un hombre.
- En la chimenea hay leños.
- Pero yo necesito amor.
- Ve a tu cuarto y llora. Te sentará bien”
La lluvia persistente en el exterior del apartamento en el que Juan se encuentra con Laura –como la lluvia de Blade Runner- certifica desde la primera página de Adiós a los hombres la imposibilidad de la utopía. Igual también que el filme mítico de Ridley Scott, la narración transcurre en una versión distópica de una ciudad (¿Madrid?) en vías de la deshumanización absoluta, y su protagonista avanza en una desolación de los afectos queriendo ser replicante, hombre sin memoria, sin empatías y sin desdichadas e inútiles respuestas emocionales.
Juan (de onomástica metafórica: Juan sin Tierra, Juan Miseria, Juan sin Miedo, Juan Nadie..., es decir, todos los hombres, cualquier hombre) es el estado adulto de los proyectos revolucionarios de Feng y Xao, y el fracaso de la construcción utópica de Weiss. La posibilidad de acción de los hombres de Yanshi tiene en Juan el olor del agua estancada de un lago que en la infancia fue escenario luminoso de juegos; la febril actividad mental de Weiss, su capacidad de ficción, tiene en Juan el sopor de la contemplación desesperada del hombre sin cabeza del cuadro de Bacon. Este Juan Nada representa la despedida del ser humano, al que la novela dice adiós, no sin antes permitir que una utopía olvidada en el siglo XX, la del amor, avise levemente de su capacidad para redimirnos.



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