viernes, diciembre 14, 2007
La oralidad de la escritura
La oralidad de la escritura: retórica y novela corta española del siglo XVII
Artículo publicado en Draco. Revista de Literatura Española de la Universidad de Cádiz, 5-6 (1993-94), pp.197-208.
Este trabajo pretende dar noticia de un aspecto decisivo en la constitución de la novela moderna: la intervención de principios retóricos en el nacimiento y desarrollo de determinadas estructuras novelísticas, ensayadas durante los Siglos de Oro y consolidadas en épocas posteriores.
A nuestro entender, es ésta una cuestión algo discriminada por la crítica hispánica que, víctima de un largo sarampión formalista, menospreció durante mucho tiempo el estudio de fuentes y de presupuestos ajenos al texto. Ultimamente, sin embargo, la perspectiva globalizadora ante ciertos fenómenos literarios ha ido remediando tal situación, contribuyendo a una significativa apertura metodológica, siempre enriquecedora.
En este sentido, es ejemplar el caso de la novela corta, cuyo esplendor y decandencia pueden enmarcarse más o menos en los límites cronológicos del XVII[1]. La crítica no duda en enjuiciarla como un género sumamente híbrido, producto de retazos de diversas formas literarias o para-literarias vigentes en la Edad Barroca. En concreto, su genealogía nos remite a un triángulo de antecedentes[2] en el que cada uno de los vértices jugaría un papel de similar importancia:
a) La obra de los novellieri italianos, con Boccaccio y su Decamerón a la cabeza, que aporta la fórmula de la brevedad del relato y la idea organizativa de presentar a éstos agrupados, bajo un denominador común o marco narrativo cuya primera fundamentación se remonta a la cuentística árabe[3].
b) La novela griega, que mediante traducciones de Heliodoro y Aquiles Tacio se impone como modelo narrativo de prestigio a lo largo del siglo XVI, y oferta la fórmula de ficción con más éxito de público: el modo bizantino[4].
c) Un conjunto de prácticas orales arraigadas en la literatura y en la sociedad hispánica desde el Medievo y diversificadas en distintos fenómenos: la costumbre de contar o cantar en público, el principio educativo del diálogo y la tertulia o el modelo discursivo desarrollado por retóricos y predicadores[5].
Esta genealogía múltiple obedece, paradójicamente, a uno de los principales rasgos caracterizadores de la novela corta barroca: su falta de preceptiva específica. El hecho es que el género nace huérfano de reglas, sin unos modelos que lo avalen y que justifiquen su utilidad social. Tal condición lo discrimina del resto de la literatura aúrea, deudora del prestigiado referente grecolatino y mantenida en los cauces impuestos por los clásicos[6].
Tal situación provocó que la historia de la novela corta fuese la historia de un modo de novelar preso de exigencias opuestas, pues opuestas fueron las actitudes de, por un lado, los teóricos, intelectuales y preceptistas y, por otro, del amplio público lector que hizo del género un fenómeno literario de masas bastante temprano. Los primeros reclamaban para esta novelística un programa teórico obediente al discurso grecolatino y, además, una carga moral que actuara de manera edificante con respecto a los lectores. Estos, en cambio, demandaban una literatura que cumpliera a rajatabla su afán evasionista y en la que el deleite fuera la oferta primordial.
En medio de estos intereses -a veces enfrentados-, los novelistas se esforzaron por crear una novela que sa-tisficiera a ambos y, en este intento, encontraron en la pre-ceptiva retórica al uso un medio idóneo para ello. Ocurrió así que la ficción en prosa se fue apropiando indiscriminadamente de principios retóricos con los que investía a su discurso del prestigio exigido por los teóricos; pero a la vez, tales prin-cipios, aplicados a la narrativa, se convirtieron en un arma eficaz para obtener el beneplácito de un amplio público, no sólo lector, sino también oidor de una novela que encontró sus mejores condiciones de recepción en la lectura en voz alta practicada en ámbitos de carácter académico[7].
Resultaría ahora imposible -por razones de espacio-ser exhaustivos al hacer relación de cuándo y de qué manera la teoría retórica fue invadiendo el arte de novelar, fundamen-tando no sólo procedimientos discursivos, sino la propia fun-ción social de la novela. Nos parece, sin embargo, que sería bastante ejemplificador apreciar el uso de presupuestos retóricos en una micro-estructura que llega a hacerse conven-cional en el seno de la novela corta, traspasando además las fronteras del género y del mismo siglo XVII: nos referimos al relato curricular[8]
Como su nombre indica, este tipo de narración responde al modo básico de la memoria autobiográfica en la que un personaje -a la manera de un curriculum vitae- expone datos referentes a su identidad, méritos y circunstancias. Leamos, antes de seguir, un ejemplo:
"Yo, caballero, soy la condesa Rosaura, bien conocida en este reino por mi estado y nobleza; caseme de pocos años con un hombre que los suyos pasaban de cincuenta y ocho, que los casamientos que se hacen más por razón de estado que por gusto suelen tener semejantes desigualdades. Y como a la mucha edad de mi esposo le convenía más el sepulcro que el tálamo, murió dentro de pocos días, y yo quedé sola y triste, porque aunque su compañía no lo era, bastó para llorarle haber tenido nombre de mío."[9]
En principio, el relato curricular suele ser breve, muy poco narrativizado, dominado por los sintagmas verbales y lineal en su argumentación. En cualquier caso, aparece siempre en el seno de la trama novelesca y, lo que es más importante, propiciado por un episodio ritual: la coincidencia espacio-temporal de dos o más personajes que, a lo largo de un viaje o en el marco de una tertulia, hacen recuento de sus vidas.
Queremos destacar con esta apreciación que la breve narración autobiográfica incluida en la novela supone, ante todo, la reproducción en la escritura de un sistema de enunciación oral, a saber: el diálogo, la confidencia o el intercambio de razones, tan caros al concepto de educación humanista[10]; es por ello que habría que apreciar esta micro-estructura como un islote absolutamente propicio a esos intereses diversos del novelista barroco: incorporar el discurso grecolatino a la prosa de ficción y permitir el uso de esa ficción como puro objeto de entretenimiento[11].
Entendamos desde ahora que, para estos autores, este entretenimiento significa básicamente obtener la atención del público por la vía del movere[12]; en otras palabras, lo que en última instancia pretende el uso de la retórica en el discurso autobiográfico es conmover al receptor, al que se supone oidor, e identificarlo con las emociones -o conmo-ciones- que se les atribuye a los receptores internos de los relatos curriculares:
"Con miedo y suspensión oyó la hermosa Rosaura la triste historia de Felisardo, y le dijo que en Valencia podía estar muy seguro..."[13]
"Admirado y con razón quedó Ricardo de la peregrina historia de don Enrique, y pagándole las finezas de haberle contado parte de sus desdichas..."[14]
"Espantado quedó don Vicente de ver aquella extrañeza de mortificación, porque a él no le parecía que tuviera ánimo de tener de aquella manera a quien en otro tiempo hubiera querido..."[15]
De lo que llevamos dicho se desprende que la incorpo-ración de pautas retóricas a las breves narraciones autobio-gráficas no sólo atañen a la construcción discursiva de las mismas, sino también a la cualificación de los relatores y receptores, e incluso al mismo espacio novelesco en el que se inscriben.
De hecho, encontramos que frecuentísimamente las intervenciones del narrador convencional que abren y cierran el discurso autobiográfico están destinadas a dar un perfil del relator interno lo más acorde posible con lo que sería un predicador ideal. Es decir, por encima de su individualidad como personaje, el emisor del relato curricular queda siempre cualificado desde un doble punto de vista: estético y ético. Bajo el primero, se realza la capacidad del narrador-personaje para despertar la admiración, el asombro o la simple atención de su público ante la historia que cuenta; desde una perspec-tiva ética, se cumple sistemáticamente la condición de que el mensaje narrativo conlleve una enseñanza moral, lo que equivale a entender el relato según el viejo precepto que aconsejaba "envolver la medicina en dulce", a fin de que el receptor paladeara la doctrina bajo el disfraz del entrete-nimiento:
"... y después de haber cenado, mientras se hacía hora de acostarnos, discurrimos sobre varias materias, mostrando en todo un lucido ingenio, sin afectación ni melindre..."[16]
"Y sentándose sobre una alfombra de olorosas aunque groseras flores, sacó del pecho un hermoso retrato que en un oscuro lienzo estaba tan vivo, que parecía tener más alma de la que había heredado de los pinceles; y mirándole con atención, como si estuviera presente el original, decía..."[17]
No vamos a entrar en la evidente persistencia barroca de la literatura del exemplum que revela esta forma de novelar[18]. Siguiendo con nuestro asunto, digamos que la invasión de modos retóricos en la narración ficticia iría encaminada en dos sentidos: uno, referido a las condiciones materiales en las que tiene lugar el relato; otro que afecta directamente al planteamiento verbal del discurso.
Bajo el primer sentido habría que entender ese sacrificio de la individualidad del personaje en beneficio de su cualificación como relator ideal. Igualmente, el referente retórico se proyecta en las numerosas alusiones relacionadas no tanto con el hecho de contar como con el modo en que el caso se expone.
Así, la validez del relato reside en su eficacia para transmitir un contenido edificante manteniendo la expectación del receptor. Dicha eficacia sólo es posible en unas condiciones ideales de transmisión, las cuales, en pleno Barroco, remiten a las impuestas por una sociedad de discretos que se mira en el espejo de la retórica para encontrar un modo de comunicación refinado.
Este hecho lo evidencia el que tanto los emisores como los receptores internos sean constantemente sometidos a una serie de acotaciones referidas a su actio que el narrador convencional impone. El modo de hablar, de reaccionar, incluso de sentarse, de gesticular o el tono de voz empleado son referencias imprescindibles para hacer de los personajes un calco perfecto de los anhelos del público lector el cual, al menos en el acto de la lectura, se apropia de las virtudes como relator de aquellos protagonistas que hacen el recuento de su vida.
En este sentido, puede hablarse de una auténtica gramática de los gestos, que llega a convertirse en tópica a medida que el género se automatiza y cuya fundamentación obe-dece, paralelamente, a modelos retóricos y a la práctica so-cial de la lectura pública o de la tertulia seiscentista[19].
Además de las referencias a las cualidades del perfecto relator o a las del oidor ideal, no es extraño que el narrador externo aluda a informantes espacio-temporales que sitúan con exactitud a sus contertulios ficticios. Ya hemos aludido al recurso de la reunión académica o del viaje como marcos idóneos, prácticamente ritualizados, en la actualiza-ción de los relatos autobiográficos. Además de éstos, puede aparecer en la novela una reproducción exacta de lo que sería el espacio más acorde de una exposición retórica, en la que el orador ocupa un lugar preeminente y el público que lo rodea, situado en un espacio secundario, se dispone a oir con atención su historia:
"... a la mañana siguiente, en presencia de Fénix y de todas sus amigas y damas, ocupando ellas un estrado y él una silla, refirió de esta manera..."[20]
En cualquier caso, todas estas indicaciones forman parte de un proceso de teatralización en el que se intenta ofrecer una ilusión de inmediatez, de corporeidad, de los personajes[21], a la vez que se facilita a los lectores la labor de reproducir el espacio novelesco en su propio espacio; todo contribuye a hacer de la novela no un objeto de uso privado, sino un instrumento de comunicación social. Así, el lector no lee, sino que interpreta, convierte el texto en su propio discurso, adopta la actitud y el tono del relator interno y exige de sus oyentes la misma atención mostrada por los receptores internos. Se trata, en definitiva, de una auténtica performance auxiliada de la retórica y al servicio de la socialización entre discretos.
Ofrecer la posibilidad de que el relato sea interpretado en voz alta, ante un grupo de oyentes, implica, evidentemente, una perpetua oralidad de la escritura. Bajo este presupuesto, el plano discursivo de la autobiografía se construye siguiendo muy de cerca la preceptiva retórica, de la cual se explotan aquellos recursos relacionados con las intenciones de movere y persuadere[22].
Ambos propósitos se vinculan directamente al doble uso de la narración antes mencionado. Así, el movimiento de los afectos, el impacto emocional que se busca en el receptor, obedece a la cualidad del relato que más atañe al entrete-nimiento: deleitar por medio de la presentación de un caso extraño, asombroso o extravagante, que asegure los efectos de admiratio. De otra parte, el afán de persuadir, de involucrar al oidor en las implicaciones morales del relato, tiene mucho que ver con esa persistencia del exemplum defendida por los ideólogos de la Contrarreforma para la literatura de ficción.
De acuerdo con estos planteamientos, el relato curricular organiza su discurso según un ordo naturalis. La linealidad y la unidad de acción se imponen así, por un momento, sobre el bizantinismo estructural y sobre la variedad de peripecias consustanciales a la novela corta. Pero la presentación de un caso particular a cargo de un narrador autobiográfico no implica nunca una alteración del código lingüístico o del sistema moral manejado por el autor. No estamos, entonces, ante personajes que toman libremente la palabra y desarrollan un discurso acorde con su educación y circunstancias, sino ante una praedicatio regulada por el dirigismo cultural del autor, que utiliza el artificio de la autobiografía para investir de veracidad a los hechos.
La oralidad, por tanto, no es nunca sinónimo de espontaneidad, y la planificación calculada del discurso da buena cuenta del sedimento teórico que en él subyace.
Este planteamiento retórico organiza, pues, cada una de las partes del relato y regula lo oportuno de cada recurso para conseguir los objetivos deseados.
Los preliminares del relato curricular, por ejemplo, se ajustan al modelo retórico en tanto se programan según una captatio benevolentiae basada en dos ejes: el encarecimiento del asunto (rerum magnitudo) y la presentación de personas según dictados de la preceptiva ciceroniana, es decir, por medio de una enumeración tópica de atributos: nombre, naturaleza, modo de vida, fortuna, hábitos, sentimientos, intereses y propósitos[23]. Todo ello compone un segmento convencional, dedicado al iudicem atentum parare[24], el intermediario más eficaz entre relator y receptor, tanto si aplicamos tales categorías a los personajes de la novela, como si consideramos la actitud del público:
"Una cosa me pides que ha de costarme mucho dolor, porque refrescar memorias que son desdichas no puede hacerse sin lágrimas, si bien es verdad que al cielo, al campo y a este arroyuelo las suelo repetir muchas veces; y así porque me consueles en ellas y por satisfacer el favor que me haces en quedarte conmigo, te contaré mi nacimiento, mi calidad y mi adversa fortuna. Yo soy el príncipe Gesimundo, hijo natural de Policarpo, rey de Dalmacia, y de la duquesa Clori..."[25]
"Mi nombre es Enrique, mi patria Barcelona, cabeza del principado de Cataluña, mi calidad de los más ilustres, mi riqueza de las medianas, mis años treinta y cuatro y sin número mis desdichas. Vivía pared en medio de mi casa una señora a quien desde que nací quisé; mal dije, adoré, que más es que amar no tener vida mientras no la veía..."[26]
En cualquier caso, el tópico de lo novedoso no se limita a estas fases proemiales del relato. La linealidad que domina la organización narrativa sufre, a cada paso, interrup-ciones, aprovechadas por el narrador para apelar al oyente, renovar su atención y aumentar su curiosidad. Para ello, el relator renueva constantemente el encarecimiento del asunto e insiste, adelantándose a los hechos, en el carácter asombroso, extraño o sobrecogedor del episodio que se dispone a contar:
"... mis padres, acudiendo al mal hombre, le pidieron no se quitase de mi lado, preciéndole que su presencia y oraciones eran la mejor medicina, siendo tan al contrario como verás de lo que resultó; pues diciendo una noche que importaba velarme porque estaba más peligrosa, se quedó solo en mi aposento. Prométote, Lucidoro, que cuando considero lo que intentó este hombre viéndome en manos de la muerte, y que mi hermosura entonces no lo era, porque apenas me habían quedado ojos en la cara, que no me admiraré de cuantas temeridades se hicieren en el mundo."[27]
Las constantes apelaciones al receptor y al interés de la historia están encaminadas, desde luego, a levantar expectativas no ya sobre el caso, sino sobre su conclusión, cuya llegada se retarda en lo posible. Dicha técnica asegura que los oyentes sientan esa "angustiosa necesidad del desen-lace" que caracteriza a la novela de consumo[28], por lo que la eficacia de la práctica retórica se justifica, en último término, en esa satisfacción de la necesidad evasionista del público.
Pero en el discurso del relato hay también ocasión para el adoctrinamiento más estricto, el cual se actualiza por el aprovechamiento de pautas retóricas.
El mensaje ético discurre por el cauce fundamental de la digresión, de manera que cada episodio es objeto de un enjuiciamiento moral, por el cual se calibra lo provechoso del mismo. Los excursos, que transparentan hasta cierto punto el código ético del autor, convierten al relato en caso ejempli-ficador de una doctrina determinada y, de paso, cierran al oyente toda posibilidad de interpretación:
"... Caseme de pocos años con un hombre que los suyos pasaban de cincuenta y ocho, que los casamientos que se hacen más por razón de estado que por gusto suelen tener semejantes desigualdades..."[29]
"... empezó a granjear mi amistad con honras y mercedes, que ya es treta de los poderosos honrar al mismo que quieren ofender, o para que se asegure o para que se obligue..."[30]
"Enseñábame a leer y a escribir, curiosidad que algunos padres quieren excusar a sus hijas, porque muchas veces ha sido instrumento de su perdición..."[31]
Lectores y oidores, por tanto, no concurren a un simple divertimento, sino que aceptan, por vía novelesca, una enseñanza con resultados prácticos en sus propios comporta-mientos.
A medida que avance el género, el uso retórico de las digresiones se hará más y más preeminente, hasta el punto de que la ficción narrativa vaya perdiendo espacio de forma a-larmante. Puede pensarse -como algún crítico lo ha hecho- que este progresivo uso de lo que persuade sobre lo que deleita desembocó en el ensayo dieciochesco y que, en definitiva, el armazón retórico pasó de ser el sustento principal de la ex-presión novelesca a disolver la misma esencia de la nove-la[32]. Sea como fuere, creemos que aún está pendiente diluci-dar con más datos y con mayor exactitud qué papel jugó y sigue jugando la retórica en la historia de la narrativa y, a la vez, de qué modo ha ido interviniendo la novela en el desa-rrollo de la retórica.
[1] La historia de la investigación en torno al género es especialmente accidentada. Estigmatizados por la sombra de Cervantes, los novelistas del siglo XVII han padecido durante mucho tiempo la infravaloración que implica el apellido de post-cervantinos; más tarde, la disección practicada por la crítica formalista ha ido abriendo el camino para alcanzar un enfoque exógeno y no discriminatorio, felizmente desarrollado en los últimos años. Un buen resumen de los avatares del género en el terreno de la investigación puede encontrarse en la "Introducción" de E. Rodríguez Cuadros a su edición de las Novelas amorosas de diversos ingenios del siglo XVII, Madrid, Castalia, 1986, pp. 9-69; vid. también las apreciaciones de J. Talens en "Contexto literario y real socializado. El problema del marco narrativo en la novela corta castellana del seiscientos", La escritura como teatralidad, Valencia, Universidad, 1977, pp. 121-181, especialmente pp. 123-124.
[2] Para un resumen sumamente clarificador de la compleja genealogía de la novela corta, vid. E. Rodríguez Cuadros, Novela corta marginada del siglo XVII español. Formulación y sociología en José Camerino y Andrés de Prado, Valencia, Universidad, 1979, pp. 62-69.
[3] Para apreciar lo determinante de Boccaccio en particular y de los novellieri en general en la formación de la novela corta española son ya clásicos los trabajos de C.B. Bourland, primera investigadora en sistematizar la cuestión: Boccaccio and the "Decameron" in Castilian and Catalan Literature, tirada aparte de la Revue Hispanique, XII, 1905, pp. 1-232; y The Short Story in Spain in the Seventeenth Century, Nueva York, B. Franklin, 1973 (1ª ed. Portland, Southworth Press, 1927). En las últimas décadas, algunos investigadores se han ocupado de la incidencia de Boccaccio en autores específicos; vid., por ejemplo, A. Arce Méndez, "Notas sobre Boccaccio y Suárez de Figueroa", Filología Moderna, 55 (1975), pp. 603-612.
[4] La fundamental influencia de la novela griega en la narrativa breve del XVII fue apreciada bien pronto por la investigación, por lo que la bibliografía es, en este aspecto, bastante extensa. Una selección de referencias obliga a citar los trabajos clásicos de A. Martín Gabriel ("Heliodoro y la novela española. Apuntes para una tesis", Cuadernos de Literatura, 7 (1950), pp. 215-234) y E. Carilla ("La novela bizantina en España", Revista de Filología Española, XLIX (1966), pp. 275-287). Ultimamente, la cuestión ha sido actualizada con exhaustividad por M.A. Teijeiro, La novela bizantina española. Apuntes para una revisión del género, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1988.
[5] Para la compleja cuestión de las relaciones entre la narrativa escrita y las prácticas orales en los Siglos de Oro, vid. M. Frenk Alatorre, "Lectores y oidores. La difusión de la literatura del Siglo de Oro", en Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Venecia, 1982, pp. 101-123; M.T. Cacho Palomar "Cuentecillo tradicional y diálogo renacentista", en Formas breves del relato (ed. de Y.R. Fonquerne y A. Egido), Zaragoza, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza - Casa Velázquez, 1986, pp. 115-137; y R. T. Rodríguez, "Literatura oral y subdesarrollo novelístico", en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Frankfurt am Main, Vervuert Verlag, 1989, II, pp. 85-90.
[6] Vid. C.R. Rabell, Lope de Vega. El arte nuevo de hacer "novellas", London, Tamesis Books Ltd., 1992.
[7] Vid. W.F. King, Prosa novelística y academias literarias en el siglo XVII, Madrid, Anejos del Boletín de la Real Academia Española, nº 10, 1963. El trabajo de King no sólo aborda la cuestión del ámbito de lectura de la novela, sino también el modo en que ese ámbito se impuso en el propio modo de novelar y de editar. Pese a haber sido escrito hace más de treinta años, el libro está plagado de intuiciones que lo aproximan a la tan de moda crítica de la recepción y abren el camino para futuras investigaciones que precisen con exactitud la relación de todos los niveles de la novela corta con su medio de difusión.
[8] Tomamos el término de M. Moner, "El relato curricular: algunos aspectos de la narrativa cervantina", en Formas breves del relato, ob. cit., pp. 167-176. Moner identifica y describe este tipo de narraciones ciñéndose al Quijote, aunque es evidente que tal micro-estructura puede localizarse con rasgos análogos en buena parte de la narrativa de ficción de los Siglos de Oro. A este excelente trabajo se le puede criticar, quizás, cierto abuso del galicismo en la terminología empleada; sin embargo, nosotros preferimos emplear el término curricular (récit curriculaire) y no autobiográfico, pues esto nos permite restringir el significado del tipo de relato del que hablamos, sin confundirlo con otros modos autobiográficos habituales en la literatura de los siglos XVI y XVII.
[9] Juan Pérez de Montalbán, La desgraciada amistad (novela), en Sucesos y prodigios de amor en ocho novelas ejemplares, Madrid, Juan González, 1624, fols. 134v.-164v., la cita en fols. 136v.-137. De aquí en adelante, todas las citas están tomadas de esta colección o bien de las novelas incluídas por el mismo autor en su miscelánea titulada Para todos. Ejemplos morales, humanos y divinos, Madrid, Imprenta del Reino, 1632. Manejamos en ambos casos la edición princeps, normalizando ortografía y puntuación. Las novelas de Montalbán se muestran especialmente propicias para el análisis que nos proponemos al ser el autor uno de los que con más intensidad y frecuencia utiliza modos retóricos y sermonarios en su creación narrativa. Vid. para esto, M.J. Ruiz Fernández, Novela corta española del siglo XVII. Teoría y práctica en la obra de Juan Pérez de Montalbán, Cádiz, Universidad (en prensa).
[10] Sobre el valor pedagógico del diálogo y su práctica como vehículo de socialización humanista, vid.: M.T. Cacho Palomar, "Cuentecillo tradicional y diálogo renacentista", art. cit.; M. Moner, "El relato curricular...", art. cit., pp. 170-171; y J. Gómez, "Relato breve y diálogo didáctico (1600-1620", en Lucanor, 9 (1993), pp. 73-89.
[11] Es un rasgo común en muchos novelistas del siglo XVII el intento de ensamblar la comunicación literaria como práctica social con la misma creación literaria. Vid. para esto P. Palomo, La novela cortesana (Forma y estructura), Barcelona, Planeta, 1976, pp. 51-56.
[12] Sobre éste y otros conceptos relacionados con la misma cuestión, vid. J.A. Maravall, La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1986, pp. 167-175.
[13] La desgraciada amistad, ob. cit., fol. 142.
[14] Al cabo de los años mil (novela), en Para todos..., ob. cit., fol. 75.
[15] El piadoso bandolero (novela), en Para todos..., ob. cit., fol. 226v.
[16] Al cabo de los años mil, ob. cit., fol. 72v.
[17] La Prodigiosa (novela), en Sucesos y prodigios de amor..., ob. cit., fol. 195.
[18] Quizás resulte obvio referirnos aquí al célebre estudio de W. Pabst, primero en sistematizar la presencia del exemplum medieval en la narrativa breve barroca: La novela corta en la teoría y en la creación literaria (Notas para la historia de su antinomia en las literaturas románicas), Madrid, Gredos, 1972. Puede, sin embargo, que a estas alturas haya que revisar la teoría de Pabst y entrar a matizar los significados de su antinomia. En este sentido, algunos estudios recientes sobre la novela corta hacen pensar que quizás no debamos rastrear en los relatos del XVII el exemplum medieval en su forma "pura", sino sofisticado, adaptado a los nuevos modos de adoctrinamiento contrarreformistas. Es otro asunto pendiente en el complejo mundo de la novela corta.
[19] Otro asunto pendiente: es imprescindible poner en práctica un análisis de los personajes de la novela corta que deje constancia de los signos kinésicos y paralingüísticos que concurren en su cualificación, componiendo un código sumamente tipificado y muy próximo al del personaje teatral, como ya ha apuntado E. Rodríguez Cuadros, Novela corta marginada del siglo XVII español..., ob. cit., pp. 199-203; vid. también F. Poyatos, "Paralenguaje y kinésica del personaje novelesco: nueva perspectiva en el análisis de la narración", en Prohemio, III, 2 (1972), pp. 291-307.
[20] El palacio encantado (novela), en Para todos..., ob. cit., fol. 149v.
[21] En diversos momentos de su trabajo, E. Rodríguez Cuadros identifica este constante uso de la evidentia en la construcción del personaje como una "psicología exteriorizada" del mismo, muy próxima a otros procesos teatralizantes habituales en la novela corta: Novela corta marginada del siglo XVII..., ob. cit.
[22] Para estos y los restantes términos retóricos que aquí manejamos, vid. H. Lausberg, Manual de retórica literaria, Madrid, Gredos, 1966.
[23] Para los distintos modelos retóricos vigentes en los Siglos de Oro, vid. el exhaustivo trabajo de E. Artaza, El "Ars narrandi" en el siglo XVI español. Teoría y práctica, Bilbao, Universidad de Deusto, 1989.
[24] Vid. el detallado análisis que de este aspecto realiza A. Egido, "Contar en la Diana", en Formas breves del relato, ob. cit., pp. 137-155.
[25] La Prodigiosa, ob. cit., fol. 199.
[26] Al cabo de los años mil, ob. cit., fol. 71.
[27] La desgraciada amistad, ob. cit., fols. 154-154v.
[28] Vid. R. Barce, "Arrabales de literatura", Historia y estructura de la obra literaria, Madrid, CSIC, 1971, pp. 197-204, especialmente, p. 202.
[29] La desgraciada amistad, ob. cit., fol. 137.
[30] Ibidem, fol. 138v.
[31] Ibidem, fol. 153.
[32] Vid. M.L. López Grigera, "En torno a la descripción en la prosa de los Siglos de Oro", en Homenaje a José Manuel Blecua, Madrid, Gredos, 1983, pp. 347-357.