viernes, octubre 05, 2007
La molinera de Arcos
en cinco escenas y un romance de ciego
(edición de María Jesús Ruiz)
Ayuntamiento de Arcos de la Frontera, 2007
EXTRACTOS DE LA INTRODUCCIÓN
Tiempo y geografías de Alejandro Casona
“¿No me contaste que aquella noche que viste
por primera vez una representación no pudiste dormir?”
(Manuel B. Cossío a Alejandro Casona
al proponerle la dirección del Teatro del Pueblo)
1. La aldea y la escuela
La Molinera de Arcos se estrenó el 19 de junio de 1947 en el Teatro Argentino de Buenos Aires, ciudad en la que Alejandro Casona residía desde 1939 y en la que permanecería hasta 1963, cuando “una premonición de la muerte que es la voz de la sangre” lo hizo regresar a España, donde murió el 17 de septiembre de 1965.
La Molinera es teatro desterrado; habla de España muy lejos de España y, aunque el talento que destila la hace universal, sólo obtiene una interpretación cabal entre el público español, y más entre el público español de antes de la guerra civil, el último que se supo hecho de memoria tradicional y el único que podría haber sentido que, con esta Molinera, se le devolvía algo suyo. Casona la escribió en la clave de las farsas y entremeses que años atrás había solfeado para el Teatro del Pueblo, en el trasiego al que le llevaron las entusiastas Misiones Pedagógicas de la Segunda República; hizo su Molinera recreando a Alarcón, pero también a su maestro Lope de Vega, nutriéndola de materia tradicional (música, romances, bailes, canciones, refranes, proverbios, ademanes…) y encaminándola hacia una reflexión política y una reforma pedagógica de la moral que para él quizás fueran la misma cosa. No es casual que por esta misma época el autor diera a la imprenta su Retablo jovial, cinco farsas deliciosas para las que recuperó su labor en el Teatro del Pueblo en un momento sin duda en el que el exilio ya se alargaba y la melancolía dolía más de lo previsto. En tal sentido, en La molinera de Arcos confluyen la pasión por el teatro y la confianza humanista en la educación que habían ido haciendo a este hombre, nacido a principios del siglo XX en una aldea asturiana que jamás olvidaría.
(…)
2. Teatro y exilio
El final de la Dictadura de Primo de Rivera y el ilusionado inicio de la Segunda República conforman el escenario político, intelectual y también afectivo de la segunda etapa madrileña de Alejandro Casona, que en 1931 arriba a una capital plagada de proyectos de renovación sociales y culturales. En Madrid lo espera Manuel Bartolomé Cossío, que acaba de hacer realidad un anhelo soñado desde cincuenta años antes, las Misiones Pedagógicas, nacidas al calor del ideario de la Institución Libre de Enseñanza y con el propósito esencial de establecer un puente entre dos culturas, la rural y la urbana.
Las Misiones recorrerían, en los años sucesivos, cientos de pueblos y aldeas, a los que los grupos de misioneros llegaban –con suerte- en camionetas y, no pocas veces, cuando simplemente no existían caminos accesibles, a lomos de mulas. En cualquier caso, transportaban hasta su destino un buen puñado de libros con los que crear una pequeña biblioteca y con los que prender el hábito de la lectura entre niños y grandes; algunos discos y un gramófono para hacer audiciones al aire libre o en las habitualmente pobres instalaciones que encontraban; un cinematógrafo y unos rollos de película; y una serie de lienzos con reproducciones de las pinturas más emblemáticas del arte español (Goya o Velázquez, por ejemplo), que los campesinos admiraban perplejos –la documentación fotográfica al respecto es conmovedora- y, a la vez, reconocidos en un pasado histórico que hasta ese momento sólo había sido patrimonio del alma, y no del intelecto. Las campañas más complejas (por el número de colaboradores y por el necesario despliegue de bártulos y material) eran las del Teatro del Pueblo y las del Coro del Pueblo, que habitualmente se desplazaban juntos y que fueron dirigidos respectivamente por Alejandro Casona y Eduardo M. Torner. Dramaturgo el uno y musicólogo el otro, pedagogos los dos, excelentes conocedores ambos del folklore poético-musical, y entusiastas de la cultura popular, encarnaron a la perfección el perfil moral, intelectual e ideológico que Cossío, desde sus presupuestos krausistas, defendió siempre.
Porque Cossío –y los misioneros más implicados, como Casona- se resistió a que su proyecto –si bien educacional- fuera dirigista o se comportara como un instrumento de control del pensamiento o de la opinión de los aldeanos. Las Misiones “antipedagógicas” (como con humor gustaba él mismo de llamarlas) se plantearon como la oportunidad de ofrecer el placer del arte a quienes la miseria y el aislamiento habían impedido ese disfrute, como un deber de llevar la “cultura de la felicidad” a la cuna misma de la felicidad: el pueblo, de donde al fin y al cabo había ido brotando durante siglos esa música, esa poesía y esas imágenes que, luego, en la urbe, los ilustrados habían convertido en su exclusivo placer:
“Se empezó (…) por llevar al pueblo, para su inteligencia y emoción, lo que está más cerca de la naturaleza de todos los hombres: (…) los cuentos, los romances, los versos, para hacer gozar, para divertir con la belleza del asunto, con la belleza del significado de las palabras (…). Y con la poesía de las palabras que expresan la belleza de las ideas, de los pensamientos, de los deseos, de las pasiones, las Misiones llevaron la Música (…). ¿En qué pueblo, por pobre que sea, no habrá una dulzaina, una guitarra, una pandereta? ¡Cuando no hay, se usan hasta los almireces! Las Misiones llevaron desde el primer momento a los pueblos y dejaron en ellos libros para continuar aprendiendo y leyendo poesía; gramófonos para seguir oyendo buenas canciones y música bonita”.
La experiencia de Alejandro Casona al frente del Teatro del pueblo trasciende con creces el ámbito profesional, hasta el punto de convertirse en la referencia vital más importante para el autor durante el resto de su vida. Ya en el exilio de Buenos Aires, por el tiempo que estrena La molinera de Arcos (por ética y estética tan cerca de aquel Teatro del Pueblo) escribe para el prólogo del Retablo jovial:
“A semejanza de la carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable al aire libre, primitiva y jovial de repertorio (…). Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquélla; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí”.
(…)
En 1936 pues, Casona participaba con pleno derecho en una transformación artística de mucha envergadura, que en el terreno teatral había remontado sólidamente añejas costumbres y que se preparaba para ofrecer nuevas fórmulas escénicas en las que público (rural y urbano), escritores, actores, productores y demás agentes participaban entusiastas y unánimemente. El teatro, en ese momento, representaba el feliz reencuentro entre la aldea y la corte (como no ocurriera desde el Siglo de Oro) y, por demás, el necesario diálogo entre lo popular y lo culto. Casona se llevó consigo, al exilio, esa fórmula, y sobre ella volvió melancólicamente en las siguientes décadas, mientras que Madrid olvidaba lo que había pasado y los niños pueblerinos que se asombraron y rieron con el Teatro del Pueblo se hacían viejos.
(…)
El hilo de la tradición
“En nuestra literatura, todo lo que no es folklore es pedantería”
(Antonio Machado)
1. De molineras: pliegos, tradición oral, relatos y escenarios
En su nota preliminar a La molinera, Alejandro Casona declara haberse inspirado directamente en la obra de Pedro Antonio de Alarcón, El sombrero de tres picos y menciona, además, su conocimiento de esta “relación tradicional” por vía de romancillos, jácaras, canciones, cuentos y proverbios. Da a entender así de modo práctico lo que en su reflexión inicial expone y teoriza: que trabaja sobre el cañamazo de la tradición y que su pieza es un eslabón más en la cadena de recreaciones que le anteceden. Procede pues detallar aquí, antes que nada, la prolongada tradición que va desde las primeras referencias dieciochescas hasta la actualización del tema que en 1947 hace el asturiano para, después, analizar el modo de re-creación que el autor opera en La molinera de Arcos.
El propio Alarcón ya se refiere a ello en su prefacio cuando menciona que la “historieta vulgar” que sirve de fundamento a su novela se la oyó referir, en su niñez, a Repela, un “zafio pastor de cabras que nunca había salido de la escondida cortijada en que nació”. Con buen olfato para la tradición, el autor de El sombrero de tres picos sigue informando en el mismo texto de la prolongada vida oral y escrita de la historia, y alude a otras versiones orales oídas a “graciosos de aldea y de cortijo”, a unas cuantas impresas divulgadas en romances de ciego, y a la publicada por su contemporáneo Agustín Durán en su Romancero general.
En 1874 pues, cuando Alarcón publica su relato, la cadena tradicional de la pícara molinera tiene ya muchas cuentas. El primer testimonio, efectivamente, lo da Agustín Durán, que incluye en el segundo tomo de su Romancero (1849-1851) “El molinero de Arcos”, un “cuento vulgar hecho en romance” tomado de un pliego suelto que tiene como íncipit “Galanes enamorados, / hijos de la primavera”, y que desarrolla en octosílabos monorrimos los elementos fundamentales de la fábula: el doble adulterio, la ubicación de las acciones sucesivas en el molino y en el palacio, y el trueque cómico de vestimentas entre los maridos. Ya en los primeros años del siglo XX la atención prestada por la crítica a la obra de Alarcón completa bastante la localización de antecedentes impresos los cuales, en las décadas sucesivas, irán siendo documentados hasta la exhaustividad relativa que permite un tema tan usado por la tradición.
(…)
Pero el hilo de las recreaciones que intentamos devanar es, antes de Casona, aún más rico. Ajenas en su naturaleza a la tradición oral ya reseñada, hay en las primeras décadas del siglo XX una serie de piezas cultas, de carácter teatral y musical, que no pueden perderse de vista a la hora de entender ciertos aspectos de la composición dramática de La molinera de Arcos.
La más conocida de éstas es, sin duda, el ballet de Falla, estrenado en Londres en 1919 con escenografía de Picasso, bajo el título de El sombrero de tres picos (o El tricornio), y representado una y otra vez hasta hoy sin que haya perdido el espíritu vanguardista y la modernidad con que nació. Antes de su estreno londinense, sin embargo, y antes de tomar idéntico título al de la novela de Alarcón, Falla y los Martínez Sierra (Gregorio y María) llegaron a estrenar en el Teatro Eslava de Madrid, en 1917, El corregidor y la molinera, una farsa mímica o pantomima en la que los libretistas habían partido de la referencia alarconiana, del texto publicado por Durán y quizás de los pliegos dados a conocer por Bonilla y San Martín y Foulché-Delbosc en los primeros años del siglo XX.
Falla acariciaba la idea de crear una composición sobre la novelita de Alarcón al menos desde una década atrás, y conocía la adaptación operística de Hugo Wolf, Der corregidor. La oportunidad de materializar su proyecto se la dio definitivamente Diaguilev, empresario de los Ballets Rusos, de visita en España durante el verano de 1916. Falla recibió de su viejo conocido Diaguilev la propuesta de realizar un ballet con alguna de sus partituras, y así llegó a estrenarse, un año después, El corregidor y la molinera. La acogida del público fue, no obstante, bastante más calurosa que la de la crítica, que señaló como principal defecto un exceso de escenas y, en consecuencia, cierto carácter farragoso e inapropiado. Consciente de ello, Diaguilev suprimió algunas partes y encargó a Falla la composición de otras piezas que mejoraron notablemente el ballet de cara a su estreno en Londres. En cualquier caso, las recreaciones musicales no pararon ahí, puesto que, tras el estreno del ballet, Falla compuso dos suites orquestales con el mismo título, en las que retiró algunos fragmentos vocales y de transición que contenía la obra original.
(…)
La renovación dramática de esos años llega a ser, además, socialmente trasversal: la aplaude primero una burguesía urbana y progresista, afín a las vanguardias, que desprecia el teatro comercial al uso, pero se extiende poco a poco –por su ductilidad- a los numerosos intentos de “devolver al pueblo –mediante el teatro- lo que es del pueblo” (en palabras de Casona), materializados en aventuras como La Barraca o el Teatro del Pueblo fundado por las Misiones Pedagógicas. Sainetes renovados, títeres, farsas, pantomimas y danzas convocan de este modo la atracción por cierto primitivismo popular, del que parten para, mediante la elaboración artística, alcanzar nuevas obras con nuevos fines, éstos esencialmente pedagógicos. La visión que los autores tiene de la tradición no es, por otra parte, arqueológica: la saben viva y encuentran en ella la savia necesaria para educar, con su propia memoria, a un colectivo rural desmemoriado a fuerza de aislamiento y miseria.
Alejandro Casona, promotor del teatro humilde desde sus primeros años de maestro rural, avezado en la reteatralización vanguardista desde sus piezas del Retablo jovial, entusiasta director del Teatro del Pueblo en la etapa de la República, y conocedor devoto de la tradición popular, aborda, en el exilio argentino de los cuarenta, su Molinera bajo todas estas premisas. Su re-creación (“que no sé si será la ‘Molinera 38’, pero que seguramente no ha de ser la última”) parte de las claves de la novela alarconiana y de los textos cantados y contados por las gentes durante dos siglos, pero lo hace buscando una forma feliz de pedagogía y desahuciando las convenciones morales más involucionistas.
2. Teoría y práctica de la re-creación en Casona
La distancia marcada por la pantomima y el ballet de Falla respecto a la obra de Alarcón es –como adelantaba- crucial en la interpretación casoniana del mito de la Molinera. En primer lugar, porque con estas piezas la novela costumbrista alcanza envergadura dramática, en un contexto artístico donde precisamente se predicaba la posibilidad de convertir en obras teatrales una serie de materiales sin esa condición originaria. En segundo lugar, porque el acoplamiento de la música y la danza a la fábula va a permitir –creo- que Casona reconozca tal combinación como natural, necesaria incluso, y que conciba las escenas, los personajes y el discurso mismo de su obra con un sentido musical. Y en tercer lugar porque la farsa mímica encara el conflicto moral del adulterio desechando el maniqueísmo y el paternalismo impuestos por Alarcón, y recuperando el naturalismo del relato tradicional, su ambigüedad moral y su despreocupación por el decoro y las buenas costumbres.
(…)
Por su parte, Casona, descartando la consumación de los adulterios, eleva a rango de peculiares heroínas a dos mujeres: Frasquita, cuya condición humilde no está reñida con la decencia y la nobleza de carácter, y Mercedes (“sólo un figurón en el ballet de Falla”), que se engrandece en el retrato de esposa insatisfecha pero con valentía de sobra para reconocerlo y no vengarse con mezquindades. Una y otra –solidarias entre sí- son las que evitan el engaño, pese al comportamiento inmaduro e insensato de sus respectivos maridos. Con la Molinera y la Corregidora (indudables protagonistas aquí) Casona aborda la reteatralización de la leyenda con obediencia a la regla de la verosimilitud, pero entendiendo ésta no desde el adoctrinamiento moral de Alarcón, sino desde la convicción pedagógica de que se aprende de lo posible, no de lo improbable. Al autor de El sombrero de tres picos le interesaba extirpar el pecado de la narración popular, por lo que eliminó la transgresión de la Molinera (adúltera por voluntad) y la de la Corregidora (más que adúltera, víctima del engaño, del disfraz y de la oscuridad), poniendo así “las cosas en su sitio”. A Casona le interesa extirpar el determinismo social, demostrar que, antes que ricas o pobres, sus personajes femeninos son mujeres inteligentes –ambas- y, por tanto, capaces de alterar la jerarquía marital en busca de una solución justa.
En otro orden de cosas, la re-creación casoniana sigue incidiendo en la propuesta de regeneración social mediante el factor histórico. Alarcón había ceñido su relato a un aquí y un ahora (los inicios del siglo XIX), consiguiendo con ello eliminar la “imprecisión legendaria anterior”, pero sobre todo contraponiendo un estado social idílico (por lo inamovible de las clases) a su propio presente, amenazado por una progresiva –y destructora- democratización. El conservadurismo social del novelista está ciertamente descartado en la obra de Falla, desnuda de concreciones históricas, y ubicada simbólicamente en la noche de San Juan, marco por excelencia, en la cultura tradicional, del amor, pero también de la muerte y de la regeneración, de la fertilidad y de ciertos misterios ancestrales. Casona –que, como se verá, aprovecha este aspecto del ballet- reubica la acción en coordenadas precisas, el día de San Judas de 1807, pero con unos objetivos bien distintos a los evidenciados por Alarcón.
(…)
Tanto Frasquita como Mercedes son, en este sentido, mujeres casi lorquianas. La una restalla amor sensual, libremente elegido, y vincula su ser a motivos esenciales de la tradición erótico-amorosa: el viento, el rubor o el pañuelo, compartiendo su esencia con mujeres tan significativas como la Adela de La casa de Bernarda Alba. La otra es una delicada recreación de la centenaria malcasada: obediente al matrimonio impuesto por sus progenitores, resignada a la ausencia del marido, yerma (Yerma), melancólica en su infelicidad, y transida de anhelos eróticos que la atormentan. Representan respectivamente el amor en sus dos grandes opciones: cercano a la naturaleza, espontáneo, desinhibido, o domesticado, ceñido a obediencias, impuesto por exigencias familiares. En buena medida, representan también ese “menosprecio de corte y alabanza de aldea” tan caro a toda la obra casoniana, lo que no viene sino a enlazar la teatralidad misma de la obra con la otra gran referencia inexcusable del autor: los dramaturgos del Siglo de Oro.
El aprovechamiento que Casona hace de la cultura popular resulta así ininteligible sin tener en cuenta su veneración por la dramaturgia clásica, y en especial por la comedia de Lope, telón de fondo de todas las re-creaciones que sobre la materia tradicional pudo hacer el escritor de Besullo.
(…)
3. Teatro, política y pedagogía
La dramaturgia del Siglo de Oro de nuevo y, más particularmente, su dimensión social, está presente en la médula misma de La molinera de Arcos, es decir, en su intención política y pedagógica. Al respecto, es reveladora una de las últimas acotaciones de la escena quinta, referida a Frasquita, y al momento en que la Molinera se dispone a juzgar públicamente el comportamiento del Corregidor: “Frasquita se levanta, empuñando con una dignidad natural la vara de Sancho y Pedro Crespo”. La escena prosigue con una intervención solemne de la mujer, cuya palabra legitima las acciones adecuadas en la Administración Pública, el Ejército y la Iglesia, y condena al mismo tiempo las inadmisibles. De esta forma, el intento de adulterio ejecutado por don Eugenio de Zúñiga trasciende el ámbito doméstico, alcanzando una envergadura política:
“FRASQUITA.- Señores: Había una vez un hombre a quien le estaba confiado el más noble de los oficios: velar por la paz, sostener a los débiles, amparar a los pobres y defender la vida y la honra de todos. Una noche aquel hombre olvidó sus deberes, y el sostén de los débiles se volvió contra ellos; el amparo de los pobres los mandó atar con codo, y el defensor de la honradez se convirtió en salteador de hogares y de honras”.
Tal conclusión hace más que explícita la cuestión que, en este orden de cosas, ha servido de cañamazo ideológico a la obra desde la primera escena: la justicia social. La defensa de los derechos de los oprimidos (pobres y mujeres), la crítica a una clase pudiente habituada a la trampa y al abuso del poder, la ridiculización de un clero, un ejército o un gobierno que anteponen prebendas particulares a sus deberes de servicio a la comunidad, son así postulados latentes en el texto de Casona, ineludiblemente vinculado por ello a su ideario regeneracionista republicano.
(…)
Como Lope de Vega, Alejandro Casona imagina sobre las tablas unas mujeres figuradas por la tradición popular, pero las coloca en un marco de conflicto muy concreto: ese 1807 desquiciado entre lo viejo y lo nuevo o –lo que es lo mismo- esa España de las primeras décadas del siglo XX, acuciada por una urgencia de regeneración social; y las convierte en artífices de esa transformación al disponerlas al desacato de unos maridos extremadamente ridículos y, en definitiva, de un sistema moral evidentemente injusto. Frasquita y Mercedes, en tal sentido, se enfrentan a todos esos elementos anquilosados con nuevas armas, desterradas por la costumbre del universo femenino: la solidaridad y la inteligencia.
En el encuentro inicial entre ambas mujeres en el palacio está ya condensada la propuesta casoniana. El careo entre aldea y corte que una y otra representan no se resuelve en desconfianza o enfrentamiento, sino en una alianza firme basada en el respeto de cada mujer hacia las capacidades de la otra:
FRASQUITA. (Temerosa de pronto.) - ¿He dicho algo de más?
CORREGIDORA.- Al contrario. Ha sido una buena lección. Cuando entró usted por esta puerta creí que iba a encontrarme con una bachillera llena de malicias. Ahora sé que estoy hablando con una mujer de bien.
FRASQUITA.- Pues mire, franqueza por franqueza; también yo me equivoqué. Me la había figurado una de esas damiselas estiradas, con más ínfulas que el Preste Juan de las Indias, y la veo tan campechana… Es la primera vez que me encuentro con una señora de verdad.
CORREGIDORA.- Y espero que no será la última. (Le tiende la mano.) ¿Amigas?
FRASQUITA.- Gracias. (Le besa la mano.)
CORREGIDORA.- Adiós, molinera.
FRASQUITA.- Adiós… “señora”.
Momento desde el cual se establece la tesis de que son las mujeres las destinadas a acabar con la intolerable estructura de poder establecida, referida ésta tanto a la supremacía jerárquica de los varones como a la de los ricos. En esa escena está anunciado magistralmente el desenlace, magistral a su vez, que entre otras cosas confirma el temor de los hombres a lo largo de todo el texto hacia las capacidades intelectuales de las mujeres. En medio, hay un proceso de aprendizaje necesario, el de la Corregidora, cuyo deslumbramiento ante la vida de la Molinera se postula como la conquista necesaria para que el palacio y el molino sean definitivamente leyenda, un pasado que debería pertenecer únicamente a la memoria del ciego coplero:
Abajo estaba el molino
con su trigo y su canción,
y arriba estaba el palacio
del señor Corregidor.
(edición de María Jesús Ruiz)
Ayuntamiento de Arcos de la Frontera, 2007
EXTRACTOS DE LA INTRODUCCIÓN
Tiempo y geografías de Alejandro Casona
“¿No me contaste que aquella noche que viste
por primera vez una representación no pudiste dormir?”
(Manuel B. Cossío a Alejandro Casona
al proponerle la dirección del Teatro del Pueblo)
1. La aldea y la escuela
La Molinera de Arcos se estrenó el 19 de junio de 1947 en el Teatro Argentino de Buenos Aires, ciudad en la que Alejandro Casona residía desde 1939 y en la que permanecería hasta 1963, cuando “una premonición de la muerte que es la voz de la sangre” lo hizo regresar a España, donde murió el 17 de septiembre de 1965.
La Molinera es teatro desterrado; habla de España muy lejos de España y, aunque el talento que destila la hace universal, sólo obtiene una interpretación cabal entre el público español, y más entre el público español de antes de la guerra civil, el último que se supo hecho de memoria tradicional y el único que podría haber sentido que, con esta Molinera, se le devolvía algo suyo. Casona la escribió en la clave de las farsas y entremeses que años atrás había solfeado para el Teatro del Pueblo, en el trasiego al que le llevaron las entusiastas Misiones Pedagógicas de la Segunda República; hizo su Molinera recreando a Alarcón, pero también a su maestro Lope de Vega, nutriéndola de materia tradicional (música, romances, bailes, canciones, refranes, proverbios, ademanes…) y encaminándola hacia una reflexión política y una reforma pedagógica de la moral que para él quizás fueran la misma cosa. No es casual que por esta misma época el autor diera a la imprenta su Retablo jovial, cinco farsas deliciosas para las que recuperó su labor en el Teatro del Pueblo en un momento sin duda en el que el exilio ya se alargaba y la melancolía dolía más de lo previsto. En tal sentido, en La molinera de Arcos confluyen la pasión por el teatro y la confianza humanista en la educación que habían ido haciendo a este hombre, nacido a principios del siglo XX en una aldea asturiana que jamás olvidaría.
(…)
2. Teatro y exilio
El final de la Dictadura de Primo de Rivera y el ilusionado inicio de la Segunda República conforman el escenario político, intelectual y también afectivo de la segunda etapa madrileña de Alejandro Casona, que en 1931 arriba a una capital plagada de proyectos de renovación sociales y culturales. En Madrid lo espera Manuel Bartolomé Cossío, que acaba de hacer realidad un anhelo soñado desde cincuenta años antes, las Misiones Pedagógicas, nacidas al calor del ideario de la Institución Libre de Enseñanza y con el propósito esencial de establecer un puente entre dos culturas, la rural y la urbana.
Las Misiones recorrerían, en los años sucesivos, cientos de pueblos y aldeas, a los que los grupos de misioneros llegaban –con suerte- en camionetas y, no pocas veces, cuando simplemente no existían caminos accesibles, a lomos de mulas. En cualquier caso, transportaban hasta su destino un buen puñado de libros con los que crear una pequeña biblioteca y con los que prender el hábito de la lectura entre niños y grandes; algunos discos y un gramófono para hacer audiciones al aire libre o en las habitualmente pobres instalaciones que encontraban; un cinematógrafo y unos rollos de película; y una serie de lienzos con reproducciones de las pinturas más emblemáticas del arte español (Goya o Velázquez, por ejemplo), que los campesinos admiraban perplejos –la documentación fotográfica al respecto es conmovedora- y, a la vez, reconocidos en un pasado histórico que hasta ese momento sólo había sido patrimonio del alma, y no del intelecto. Las campañas más complejas (por el número de colaboradores y por el necesario despliegue de bártulos y material) eran las del Teatro del Pueblo y las del Coro del Pueblo, que habitualmente se desplazaban juntos y que fueron dirigidos respectivamente por Alejandro Casona y Eduardo M. Torner. Dramaturgo el uno y musicólogo el otro, pedagogos los dos, excelentes conocedores ambos del folklore poético-musical, y entusiastas de la cultura popular, encarnaron a la perfección el perfil moral, intelectual e ideológico que Cossío, desde sus presupuestos krausistas, defendió siempre.
Porque Cossío –y los misioneros más implicados, como Casona- se resistió a que su proyecto –si bien educacional- fuera dirigista o se comportara como un instrumento de control del pensamiento o de la opinión de los aldeanos. Las Misiones “antipedagógicas” (como con humor gustaba él mismo de llamarlas) se plantearon como la oportunidad de ofrecer el placer del arte a quienes la miseria y el aislamiento habían impedido ese disfrute, como un deber de llevar la “cultura de la felicidad” a la cuna misma de la felicidad: el pueblo, de donde al fin y al cabo había ido brotando durante siglos esa música, esa poesía y esas imágenes que, luego, en la urbe, los ilustrados habían convertido en su exclusivo placer:
“Se empezó (…) por llevar al pueblo, para su inteligencia y emoción, lo que está más cerca de la naturaleza de todos los hombres: (…) los cuentos, los romances, los versos, para hacer gozar, para divertir con la belleza del asunto, con la belleza del significado de las palabras (…). Y con la poesía de las palabras que expresan la belleza de las ideas, de los pensamientos, de los deseos, de las pasiones, las Misiones llevaron la Música (…). ¿En qué pueblo, por pobre que sea, no habrá una dulzaina, una guitarra, una pandereta? ¡Cuando no hay, se usan hasta los almireces! Las Misiones llevaron desde el primer momento a los pueblos y dejaron en ellos libros para continuar aprendiendo y leyendo poesía; gramófonos para seguir oyendo buenas canciones y música bonita”.
La experiencia de Alejandro Casona al frente del Teatro del pueblo trasciende con creces el ámbito profesional, hasta el punto de convertirse en la referencia vital más importante para el autor durante el resto de su vida. Ya en el exilio de Buenos Aires, por el tiempo que estrena La molinera de Arcos (por ética y estética tan cerca de aquel Teatro del Pueblo) escribe para el prólogo del Retablo jovial:
“A semejanza de la carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable al aire libre, primitiva y jovial de repertorio (…). Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquélla; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí”.
(…)
En 1936 pues, Casona participaba con pleno derecho en una transformación artística de mucha envergadura, que en el terreno teatral había remontado sólidamente añejas costumbres y que se preparaba para ofrecer nuevas fórmulas escénicas en las que público (rural y urbano), escritores, actores, productores y demás agentes participaban entusiastas y unánimemente. El teatro, en ese momento, representaba el feliz reencuentro entre la aldea y la corte (como no ocurriera desde el Siglo de Oro) y, por demás, el necesario diálogo entre lo popular y lo culto. Casona se llevó consigo, al exilio, esa fórmula, y sobre ella volvió melancólicamente en las siguientes décadas, mientras que Madrid olvidaba lo que había pasado y los niños pueblerinos que se asombraron y rieron con el Teatro del Pueblo se hacían viejos.
(…)
El hilo de la tradición
“En nuestra literatura, todo lo que no es folklore es pedantería”
(Antonio Machado)
1. De molineras: pliegos, tradición oral, relatos y escenarios
En su nota preliminar a La molinera, Alejandro Casona declara haberse inspirado directamente en la obra de Pedro Antonio de Alarcón, El sombrero de tres picos y menciona, además, su conocimiento de esta “relación tradicional” por vía de romancillos, jácaras, canciones, cuentos y proverbios. Da a entender así de modo práctico lo que en su reflexión inicial expone y teoriza: que trabaja sobre el cañamazo de la tradición y que su pieza es un eslabón más en la cadena de recreaciones que le anteceden. Procede pues detallar aquí, antes que nada, la prolongada tradición que va desde las primeras referencias dieciochescas hasta la actualización del tema que en 1947 hace el asturiano para, después, analizar el modo de re-creación que el autor opera en La molinera de Arcos.
El propio Alarcón ya se refiere a ello en su prefacio cuando menciona que la “historieta vulgar” que sirve de fundamento a su novela se la oyó referir, en su niñez, a Repela, un “zafio pastor de cabras que nunca había salido de la escondida cortijada en que nació”. Con buen olfato para la tradición, el autor de El sombrero de tres picos sigue informando en el mismo texto de la prolongada vida oral y escrita de la historia, y alude a otras versiones orales oídas a “graciosos de aldea y de cortijo”, a unas cuantas impresas divulgadas en romances de ciego, y a la publicada por su contemporáneo Agustín Durán en su Romancero general.
En 1874 pues, cuando Alarcón publica su relato, la cadena tradicional de la pícara molinera tiene ya muchas cuentas. El primer testimonio, efectivamente, lo da Agustín Durán, que incluye en el segundo tomo de su Romancero (1849-1851) “El molinero de Arcos”, un “cuento vulgar hecho en romance” tomado de un pliego suelto que tiene como íncipit “Galanes enamorados, / hijos de la primavera”, y que desarrolla en octosílabos monorrimos los elementos fundamentales de la fábula: el doble adulterio, la ubicación de las acciones sucesivas en el molino y en el palacio, y el trueque cómico de vestimentas entre los maridos. Ya en los primeros años del siglo XX la atención prestada por la crítica a la obra de Alarcón completa bastante la localización de antecedentes impresos los cuales, en las décadas sucesivas, irán siendo documentados hasta la exhaustividad relativa que permite un tema tan usado por la tradición.
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Pero el hilo de las recreaciones que intentamos devanar es, antes de Casona, aún más rico. Ajenas en su naturaleza a la tradición oral ya reseñada, hay en las primeras décadas del siglo XX una serie de piezas cultas, de carácter teatral y musical, que no pueden perderse de vista a la hora de entender ciertos aspectos de la composición dramática de La molinera de Arcos.
La más conocida de éstas es, sin duda, el ballet de Falla, estrenado en Londres en 1919 con escenografía de Picasso, bajo el título de El sombrero de tres picos (o El tricornio), y representado una y otra vez hasta hoy sin que haya perdido el espíritu vanguardista y la modernidad con que nació. Antes de su estreno londinense, sin embargo, y antes de tomar idéntico título al de la novela de Alarcón, Falla y los Martínez Sierra (Gregorio y María) llegaron a estrenar en el Teatro Eslava de Madrid, en 1917, El corregidor y la molinera, una farsa mímica o pantomima en la que los libretistas habían partido de la referencia alarconiana, del texto publicado por Durán y quizás de los pliegos dados a conocer por Bonilla y San Martín y Foulché-Delbosc en los primeros años del siglo XX.
Falla acariciaba la idea de crear una composición sobre la novelita de Alarcón al menos desde una década atrás, y conocía la adaptación operística de Hugo Wolf, Der corregidor. La oportunidad de materializar su proyecto se la dio definitivamente Diaguilev, empresario de los Ballets Rusos, de visita en España durante el verano de 1916. Falla recibió de su viejo conocido Diaguilev la propuesta de realizar un ballet con alguna de sus partituras, y así llegó a estrenarse, un año después, El corregidor y la molinera. La acogida del público fue, no obstante, bastante más calurosa que la de la crítica, que señaló como principal defecto un exceso de escenas y, en consecuencia, cierto carácter farragoso e inapropiado. Consciente de ello, Diaguilev suprimió algunas partes y encargó a Falla la composición de otras piezas que mejoraron notablemente el ballet de cara a su estreno en Londres. En cualquier caso, las recreaciones musicales no pararon ahí, puesto que, tras el estreno del ballet, Falla compuso dos suites orquestales con el mismo título, en las que retiró algunos fragmentos vocales y de transición que contenía la obra original.
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La renovación dramática de esos años llega a ser, además, socialmente trasversal: la aplaude primero una burguesía urbana y progresista, afín a las vanguardias, que desprecia el teatro comercial al uso, pero se extiende poco a poco –por su ductilidad- a los numerosos intentos de “devolver al pueblo –mediante el teatro- lo que es del pueblo” (en palabras de Casona), materializados en aventuras como La Barraca o el Teatro del Pueblo fundado por las Misiones Pedagógicas. Sainetes renovados, títeres, farsas, pantomimas y danzas convocan de este modo la atracción por cierto primitivismo popular, del que parten para, mediante la elaboración artística, alcanzar nuevas obras con nuevos fines, éstos esencialmente pedagógicos. La visión que los autores tiene de la tradición no es, por otra parte, arqueológica: la saben viva y encuentran en ella la savia necesaria para educar, con su propia memoria, a un colectivo rural desmemoriado a fuerza de aislamiento y miseria.
Alejandro Casona, promotor del teatro humilde desde sus primeros años de maestro rural, avezado en la reteatralización vanguardista desde sus piezas del Retablo jovial, entusiasta director del Teatro del Pueblo en la etapa de la República, y conocedor devoto de la tradición popular, aborda, en el exilio argentino de los cuarenta, su Molinera bajo todas estas premisas. Su re-creación (“que no sé si será la ‘Molinera 38’, pero que seguramente no ha de ser la última”) parte de las claves de la novela alarconiana y de los textos cantados y contados por las gentes durante dos siglos, pero lo hace buscando una forma feliz de pedagogía y desahuciando las convenciones morales más involucionistas.
2. Teoría y práctica de la re-creación en Casona
La distancia marcada por la pantomima y el ballet de Falla respecto a la obra de Alarcón es –como adelantaba- crucial en la interpretación casoniana del mito de la Molinera. En primer lugar, porque con estas piezas la novela costumbrista alcanza envergadura dramática, en un contexto artístico donde precisamente se predicaba la posibilidad de convertir en obras teatrales una serie de materiales sin esa condición originaria. En segundo lugar, porque el acoplamiento de la música y la danza a la fábula va a permitir –creo- que Casona reconozca tal combinación como natural, necesaria incluso, y que conciba las escenas, los personajes y el discurso mismo de su obra con un sentido musical. Y en tercer lugar porque la farsa mímica encara el conflicto moral del adulterio desechando el maniqueísmo y el paternalismo impuestos por Alarcón, y recuperando el naturalismo del relato tradicional, su ambigüedad moral y su despreocupación por el decoro y las buenas costumbres.
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Por su parte, Casona, descartando la consumación de los adulterios, eleva a rango de peculiares heroínas a dos mujeres: Frasquita, cuya condición humilde no está reñida con la decencia y la nobleza de carácter, y Mercedes (“sólo un figurón en el ballet de Falla”), que se engrandece en el retrato de esposa insatisfecha pero con valentía de sobra para reconocerlo y no vengarse con mezquindades. Una y otra –solidarias entre sí- son las que evitan el engaño, pese al comportamiento inmaduro e insensato de sus respectivos maridos. Con la Molinera y la Corregidora (indudables protagonistas aquí) Casona aborda la reteatralización de la leyenda con obediencia a la regla de la verosimilitud, pero entendiendo ésta no desde el adoctrinamiento moral de Alarcón, sino desde la convicción pedagógica de que se aprende de lo posible, no de lo improbable. Al autor de El sombrero de tres picos le interesaba extirpar el pecado de la narración popular, por lo que eliminó la transgresión de la Molinera (adúltera por voluntad) y la de la Corregidora (más que adúltera, víctima del engaño, del disfraz y de la oscuridad), poniendo así “las cosas en su sitio”. A Casona le interesa extirpar el determinismo social, demostrar que, antes que ricas o pobres, sus personajes femeninos son mujeres inteligentes –ambas- y, por tanto, capaces de alterar la jerarquía marital en busca de una solución justa.
En otro orden de cosas, la re-creación casoniana sigue incidiendo en la propuesta de regeneración social mediante el factor histórico. Alarcón había ceñido su relato a un aquí y un ahora (los inicios del siglo XIX), consiguiendo con ello eliminar la “imprecisión legendaria anterior”, pero sobre todo contraponiendo un estado social idílico (por lo inamovible de las clases) a su propio presente, amenazado por una progresiva –y destructora- democratización. El conservadurismo social del novelista está ciertamente descartado en la obra de Falla, desnuda de concreciones históricas, y ubicada simbólicamente en la noche de San Juan, marco por excelencia, en la cultura tradicional, del amor, pero también de la muerte y de la regeneración, de la fertilidad y de ciertos misterios ancestrales. Casona –que, como se verá, aprovecha este aspecto del ballet- reubica la acción en coordenadas precisas, el día de San Judas de 1807, pero con unos objetivos bien distintos a los evidenciados por Alarcón.
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Tanto Frasquita como Mercedes son, en este sentido, mujeres casi lorquianas. La una restalla amor sensual, libremente elegido, y vincula su ser a motivos esenciales de la tradición erótico-amorosa: el viento, el rubor o el pañuelo, compartiendo su esencia con mujeres tan significativas como la Adela de La casa de Bernarda Alba. La otra es una delicada recreación de la centenaria malcasada: obediente al matrimonio impuesto por sus progenitores, resignada a la ausencia del marido, yerma (Yerma), melancólica en su infelicidad, y transida de anhelos eróticos que la atormentan. Representan respectivamente el amor en sus dos grandes opciones: cercano a la naturaleza, espontáneo, desinhibido, o domesticado, ceñido a obediencias, impuesto por exigencias familiares. En buena medida, representan también ese “menosprecio de corte y alabanza de aldea” tan caro a toda la obra casoniana, lo que no viene sino a enlazar la teatralidad misma de la obra con la otra gran referencia inexcusable del autor: los dramaturgos del Siglo de Oro.
El aprovechamiento que Casona hace de la cultura popular resulta así ininteligible sin tener en cuenta su veneración por la dramaturgia clásica, y en especial por la comedia de Lope, telón de fondo de todas las re-creaciones que sobre la materia tradicional pudo hacer el escritor de Besullo.
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3. Teatro, política y pedagogía
La dramaturgia del Siglo de Oro de nuevo y, más particularmente, su dimensión social, está presente en la médula misma de La molinera de Arcos, es decir, en su intención política y pedagógica. Al respecto, es reveladora una de las últimas acotaciones de la escena quinta, referida a Frasquita, y al momento en que la Molinera se dispone a juzgar públicamente el comportamiento del Corregidor: “Frasquita se levanta, empuñando con una dignidad natural la vara de Sancho y Pedro Crespo”. La escena prosigue con una intervención solemne de la mujer, cuya palabra legitima las acciones adecuadas en la Administración Pública, el Ejército y la Iglesia, y condena al mismo tiempo las inadmisibles. De esta forma, el intento de adulterio ejecutado por don Eugenio de Zúñiga trasciende el ámbito doméstico, alcanzando una envergadura política:
“FRASQUITA.- Señores: Había una vez un hombre a quien le estaba confiado el más noble de los oficios: velar por la paz, sostener a los débiles, amparar a los pobres y defender la vida y la honra de todos. Una noche aquel hombre olvidó sus deberes, y el sostén de los débiles se volvió contra ellos; el amparo de los pobres los mandó atar con codo, y el defensor de la honradez se convirtió en salteador de hogares y de honras”.
Tal conclusión hace más que explícita la cuestión que, en este orden de cosas, ha servido de cañamazo ideológico a la obra desde la primera escena: la justicia social. La defensa de los derechos de los oprimidos (pobres y mujeres), la crítica a una clase pudiente habituada a la trampa y al abuso del poder, la ridiculización de un clero, un ejército o un gobierno que anteponen prebendas particulares a sus deberes de servicio a la comunidad, son así postulados latentes en el texto de Casona, ineludiblemente vinculado por ello a su ideario regeneracionista republicano.
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Como Lope de Vega, Alejandro Casona imagina sobre las tablas unas mujeres figuradas por la tradición popular, pero las coloca en un marco de conflicto muy concreto: ese 1807 desquiciado entre lo viejo y lo nuevo o –lo que es lo mismo- esa España de las primeras décadas del siglo XX, acuciada por una urgencia de regeneración social; y las convierte en artífices de esa transformación al disponerlas al desacato de unos maridos extremadamente ridículos y, en definitiva, de un sistema moral evidentemente injusto. Frasquita y Mercedes, en tal sentido, se enfrentan a todos esos elementos anquilosados con nuevas armas, desterradas por la costumbre del universo femenino: la solidaridad y la inteligencia.
En el encuentro inicial entre ambas mujeres en el palacio está ya condensada la propuesta casoniana. El careo entre aldea y corte que una y otra representan no se resuelve en desconfianza o enfrentamiento, sino en una alianza firme basada en el respeto de cada mujer hacia las capacidades de la otra:
FRASQUITA. (Temerosa de pronto.) - ¿He dicho algo de más?
CORREGIDORA.- Al contrario. Ha sido una buena lección. Cuando entró usted por esta puerta creí que iba a encontrarme con una bachillera llena de malicias. Ahora sé que estoy hablando con una mujer de bien.
FRASQUITA.- Pues mire, franqueza por franqueza; también yo me equivoqué. Me la había figurado una de esas damiselas estiradas, con más ínfulas que el Preste Juan de las Indias, y la veo tan campechana… Es la primera vez que me encuentro con una señora de verdad.
CORREGIDORA.- Y espero que no será la última. (Le tiende la mano.) ¿Amigas?
FRASQUITA.- Gracias. (Le besa la mano.)
CORREGIDORA.- Adiós, molinera.
FRASQUITA.- Adiós… “señora”.
Momento desde el cual se establece la tesis de que son las mujeres las destinadas a acabar con la intolerable estructura de poder establecida, referida ésta tanto a la supremacía jerárquica de los varones como a la de los ricos. En esa escena está anunciado magistralmente el desenlace, magistral a su vez, que entre otras cosas confirma el temor de los hombres a lo largo de todo el texto hacia las capacidades intelectuales de las mujeres. En medio, hay un proceso de aprendizaje necesario, el de la Corregidora, cuyo deslumbramiento ante la vida de la Molinera se postula como la conquista necesaria para que el palacio y el molino sean definitivamente leyenda, un pasado que debería pertenecer únicamente a la memoria del ciego coplero:
Abajo estaba el molino
con su trigo y su canción,
y arriba estaba el palacio
del señor Corregidor.